En un mundo marcado por vertiginosos avances tecnológicos, donde la inteligencia artificial crece y se expande, es necesario detenernos y, con prudencia, preguntarnos si su llegada representa un verdadero bien para cada persona y para la sociedad en su conjunto. Vivimos rodeados de información, algoritmos y sistemas que predicen e influyen en nuestros gustos, comportamientos y decisiones, alterando nuestra manera de ser, de vivir y de estar presentes, tanto con nosotros mismos como con los demás.
El gran riesgo de confiar ciegamente en sistemas automáticos es que terminemos ciegos al prójimo. Mirar la sociedad con la misericordia de Cristo significa reconocer que las personas no son datos, sino seres frágiles, vulnerables y portadores de dignidad.
Hoy podemos procesar datos y acceder a información como nunca antes en la historia de la humanidad. Sin embargo, como recordó el Papa León XIV: “La verdadera sabiduría tiene más que ver con reconocer el verdadero sentido de la vida que con la disponibilidad de datos” (Mensaje del Santo Padre León XIV a los participantes en la Segunda Conferencia Anual sobre Inteligencia Artificial, Ética y Gobernanza Empresarial, 20 de junio de 2025). Esta afirmación es una brújula para reflexionar con profundidad sobre lo que está en juego con la inteligencia artificial: una invitación a la pausa, la deliberación y la reflexión ética.
La IA no es solo un conjunto de herramientas: implica modelos de sociedad. No actúa por sí misma; es diseñada, entrenada y utilizada por personas, dentro de sistemas que con frecuencia reproducen desigualdad, exclusión o anonimato. Por eso, la tecnología necesita ser iluminada por la fe cristiana, que nos impulsa a evaluarla y contextualizarla desde lo esencial: ¿nos ayuda la IA a vivir con más justicia y esperanza?
Cuando imaginamos la IA como algo “neutral” u “objetivo”, olvidamos que su desarrollo refleja decisiones humanas, y que no existe técnica sin contexto, sin relaciones ni impactos. El gran riesgo de confiar ciegamente en sistemas automáticos es que terminemos ciegos al prójimo. Mirar la sociedad con la misericordia de Cristo significa reconocer que las personas no son datos, sino seres frágiles, vulnerables y portadores de dignidad. Es mirar a cada uno con atención y compasión, recordando las palabras del Evangelio: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Aplicado a nuestra época, esto nos recuerda que la tecnología debe estar al servicio de las personas, y no las personas al servicio de la tecnología.
En tiempos de decisiones automatizadas, el llamado es a vivir una ética de la presencia y del encuentro: mirar, escuchar, cuidar. Solo así la IA podrá potenciar lo humano, en lugar de sustituirlo o distorsionarlo, y hacerlo con justicia, humildad y sentido.
En tiempos de decisiones automatizadas, el llamado es a vivir una ética de la presencia y del encuentro: mirar, escuchar, cuidar. Solo así la IA podrá potenciar lo humano, en lugar de sustituirlo o distorsionarlo, y hacerlo con justicia, humildad y sentido. Ser prudentes con la IA no es rechazarla, sino formular las preguntas necesarias: ¿quién queda fuera cuando un algoritmo decide?, ¿qué voces no fueron escuchadas al diseñarlo?, ¿cómo evitar que la eficiencia oculte el sufrimiento de los últimos?
Estas preguntas nos invitan a no delegar en una máquina lo que es propio del corazón humano: el amor a uno mismo y al prójimo.