¿Qué tienen en común los cristianos protestantes, católicos y ortodoxos, herederos de miles de años de acusaciones, condenas y anatemas? Su fe en Jesucristo, reflejada en la declaración que, en 325, cerca de trescientos obispos redactaron y firmaron en Nicea.
Celebrar el concilio de Nicea es desear que, aún hoy, la forma sinodal equilibre la forma episcopal y, más aún, la forma papal, de gobernar la Iglesia.
Hoy en día, Nicea es Iznik, una ciudad famosa por su cerámica, en medio de un país, Turquía, mayoritariamente musulmán. Egipto, el país en el que surgieron los conflictos que el concilio intentó resolver, es, actualmente, también mayoritariamente musulmán.
En cuanto a la declaración teológica firmada por los participantes del concilio, solo especialistas de la historia de la Iglesia la conocen, puesto que fue substituida unas décadas después de su promulgación por el famoso “Credo de Nicea-Constantinopla”, al que, en Chile, solemos sustituir por el más breve “Credo de los Apóstoles”.
Entonces, ¿por qué celebrar los 1.700 años del concilio de Nicea?
Primero, porque la reunión sentó las bases del gobierno de la Iglesia, desde la comunidad local hasta las grandes estructuras transnacionales. En Nicea, la forma sinodal de gobierno se impuso como una estructura complementaria a la forma episcopal.
La declaración de Nicea, tejida con citas bíblicas, sigue siendo un fundamento para nuestra fe. Nos llama a volver a la fuente.
Los asuntos de la Iglesia competen a todos los fieles y deben ser discutidos y resueltos en común. Celebrar el concilio de Nicea es desear que, aún hoy, la forma sinodal equilibre la forma episcopal y, más aún, la forma papal, de gobernar la Iglesia.
En segundo lugar, porque la historia del Concilio de Nicea es la historia de un deseo de unidad, con sus ambigüedades y dificultades. Los obispos deseaban el restablecimiento de “la paz común y la concordia”. Pero la reconciliación fue frágil, ya que solo se logró mediante la expulsión o el silencio de aquellos que no estaban de acuerdo con la opción mayoritaria. ¿Somos conscientes de lo que implican nuestros propios deseos de unidad, tanto para nuestra familia, nuestra nación y nuestra cultura, como para la Iglesia? ¿Qué criterios debemos adoptar para que esta unidad no signifique la supresión de toda diferencia?
En tercer lugar, porque la declaración de Nicea, tejida con citas bíblicas, sigue siendo un fundamento para nuestra fe. Nos llama a volver a la fuente. ¿Estamos dispuestos a ir más allá de las fórmulas dogmáticas y escuchar en ellas el testimonio del pueblo de Israel y el de los discípulos de Jesús de Nazaret? Confesar que Jesús es “consustancial con el Padre” es confesar que Dios es capaz de dar todo lo que es en lo más profundo de sí mismo, su “substancia”, a otro que no es él mismo, su Hijo único. ¿Estamos dispuestos a descubrir que, entonces, Dios también es capaz de enviar su propio Espíritu Santo en nuestros corazones?