En Chile la educación técnico-profesional ha adquirido más prestigio e importancia, lo que se ha visto reflejado en el aumento de su demanda y, en muchos casos, la mejora en su calidad. Esto se ha traducido en que cada vez hay un mayor número de sectores productivos que buscan técnicos altamente capacitados y confiables. Sin embargo, aún existiría un déficit de técnicos profesionales, según estimaciones de la Sociedad de Fomento Fabril (SOFOFA) , lo que implica un gran desafío para los años venideros. Ante esta situación es razonable preguntarse: ¿Tenemos algo qué decir al respecto como católicos? ¿Juega algún papel la impronta católica en este tipo de educación?
Una formación integral, que promueva la excelencia humana y que esté abierta a la trascendencia y al bien común.
Uno de los desafíos de la educación técnica es lograr mucho más que una serie de oficios mecánicos o de profesionales competentes en un mundo regido por la tecnología. Es apostar por la educación como un proceso transformador personal y social profundo, que ocurre por medio de la interacción entre profesores y alumnos. En este diálogo educando-educador, ambos se complementan enriqueciendo el saber y desarrollan nuevas fórmulas de aproximarse a los desafíos que enfrentan.
Para una institución de la Iglesia, la educación es más que la sola formación para el trabajo, la producción y el mercado. Es más, la educación traspasa el objetivo de iluminar los espíritus de los educandos hacia el desarrollo de sus potencialidades y así contribuir al desarrollo de la sociedad. La educación católica tiene una intrínseca vocación apostólica. Es por esto que se han de resguardar las instancias en que se transmita una ética inspirada en valores cristiano y se permita la vivencia plena de la fe, logrando una formación integral, que promueva la excelencia humana y que esté abierta a la trascendencia y al bien común.
De esta forma, la educación técnico-profesional contribuye al desarrollo de la sociedad y a la construcción de la paz. Como sabemos, el resultado del trabajo de nuestras manos puede ser una bendición o una amenaza. El ser humano ha logrado desarrollar las tecnologías que permiten vencer las dificultades o hacer más llevaderas enfermedades complejas y, al mismo tiempo, otras que lo pueden llevar a la destrucción, como son las bombas atómicas o la manipulación genética. Mediante la formación de su conciencia moral, con el cultivo de las virtudes como la prudencia y la justicia, la persona puede poner el rápido avance de la tecnología al servicio de la dignidad de la persona humana y el bien común de nuestra sociedad.
Es necesario que esta unidad se exprese en una comunidad viva y en la cultura organizacional de la institución.
La identidad católica juega un papel central en todo lo anterior. Para lograr el impacto señalado en la sociedad, es necesario esforzarse a nivel individual e institucional por formar una comunidad, integrada por los docentes, estudiantes y colaboradores, que sea “auténticamente humana, animada por el espíritu de Cristo” (ECE,21) y que comparta un proyecto en común. No basta con que cada miembro de la institución viva individualmente este “encuentro entre la fe, la razón y las ciencias” del que habla el papa Francisco, sino que es necesario que esta unidad se exprese en una comunidad viva y en la cultura organizacional de la institución, que orienta la toma de decisiones, en los currículos, el ambiente educativo y en las relaciones entre todos los miembros.
Esto lleva a preguntarnos: ¿Considero en mi desarrollo laboral una formación integral? ¿Le doy importancia a la dimensión ética en las decisiones profesionales? ¿Cómo con mi trabajo puedo colaborar en construir una sociedad más justa y solidaria?