Pocos recuerdan que el año 1978 estuvimos a punto de iniciar una guerra contra nuestros hermanos argentinos. Se trataba de un conflicto limítrofe en el extremo sur de nuestros respectivos países. Luego de un laudo arbitral aceptado por el papa Juan Pablo II, se llegó a un acuerdo. Años después, durante su visita a Chile, visitando la zona, el mismo Papa nos recordaba: “La paz del corazón es el corazón de la paz” (Pta. Arenas, 4 abril 1987). Los conflictos políticos, e incluso internacionales dependen de una decisión que no es solo de poderosos, sino de una cultura que se sustenta en una actitud ciudadana y personal. La paz no es un cálculo pragmático, una ausencia de conflicto ni tampoco una tregua sobre la base del miedo.
El profeta Isaías, pensando sobre todo en los conflictos internos del reino de Judá, expresaba que la paz se fundamenta sobre todo en una cuestión de justicia: “el fruto de la justicia será la paz” (Is 32,17). Por tanto, la paz no es el silencio por ausencia de trabajo ni la calma del cementerio. Curiosamente, se trata de un esfuerzo generoso, especialmente cuando se ha desoído el conflicto y se vuelve necesario preguntarse qué nos ha faltado para ser justos. Muchas crisis sociales de nuestro tiempo siguen siendo un reflejo de la afirmación del profeta. Parte importante de la violencia que hemos experimentado en nuestro país es el fruto agraz de no vigilar y atender a la falta de justicia. El papa Francisco lo afirma al decir que la paz no “surge acallando las reivindicaciones sociales o evitando que hagan lío, ya que no es un consenso de escritorio o una efímera paz para una minoría feliz” (FT 217). Por eso, expresaba que la paz social es trabajosa, artesanal. Podría ser más fácil contener las libertades y las diferencias con un poco de astucia y de recursos, pero esa paz sería superficial y frágil.
El Santo Padre nos alienta a trabajar por una cultura del encuentro que, aunque resulte difícil y necesite más tiempo, integre a todos, no “solo a los puros”. En el corolario del parágrafo ya citado expresaba: “Lo que vale es generar procesos de encuentro, procesos que construyan un pueblo que sabe recoger las diferencias. ¡Armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo! ¡Enseñémosles la buena batalla del encuentro!” (FT 217).
Es necesario cultivar el corazón como ciudadano, especialmente como conciudadanos amables y procurando la amistad con los más pobres.
Los artesanos de la paz no son los que ponen paños fríos a lo que parece amenazante, sino los que tienen justicia personal y decantada en el corazón, como nuestro Señor, Príncipe de la Paz, que debe enfrentar la cruz. Los que presumimos seguirlo, deberíamos saber cultivar —de ahí viene la palabra cultura—, es decir, abrir surcos en el propio orgullo, para dejar espacio a la palabra del otro, que es también simiente de vida común. Es artesanal, porque se trata de diálogo con temple y no solo monólogos reivindicativos de alto decibel. Si la justicia es el fundamento de la paz, se requieren, por cierto, leyes justas, acción propia del poder político, pero antes es necesario cultivar el corazón como ciudadano, especialmente como conciudadanos amables y procurando la amistad con los más pobres (FT 224; 234). De esa manera, la paz del corazón que trabaja con los ciudadanos será el corazón de la paz y la justicia de nuestra comunidad.
Podemos preguntarnos: ¿cómo procuramos la paz? ¿Qué indigna nuestro corazón? Y si es la injusticia: ¿cómo reaccionamos? ¿Qué grado de tu generosidad se necesita para conquistar la paz?