Toda la Biblia ha sido escrita para honrar y reinvindicar a las víctimas desde que Dios interrumpe el sacrificio de Isaac y se pone decididamente del lado de Abel hasta la exaltación cristiana de los débiles, enfermos y pobres que encuentran en Cristo la víctima por excelencia.
Cristo fue Él mismo el modelo de todas las víctimas, el nuevo Isaac y Abel, triturado en la cruz de la humillación.
Cristo fue Él mismo el modelo de todas las víctimas, el nuevo Isaac y Abel, el Cordero de Dios, triturado en la cruz de la humillación y al mismo tiempo completamente inocente, al igual que un niño escarnecido y abusado en el día de hoy. Cristo tuvo palabras especiales de ternura y amor para los niños en una época -que lamentablemente sigue siendo la nuestra también- en que el maltrato infantil era moneda corriente. En la debilidad y candor de la niñez, Cristo veía una bienaventuranza, es decir un camino de salvación que está reservado para los que –aun siendo adultos– conservan la pureza de corazón de un niño.
También Cristo tuvo palabras de una amenaza sin igual para aquellos que maltrataran a un niño: “Ay de aquel que escandalice a uno de estos pequeños que creen en Mí” (en Mateo, Marcos y Lucas), lo que recuerda también que mucho del abuso sacerdotal de menores se ha producido en un contexto específicamente religioso, es decir, ha recaído sobre alumnos, acólitos, scouts, que tenían la fe de un niño, la confianza que se tiene habitualmente en un padre y la mansedumbre de la víctima que es conducida a un paradero que ella no conoce ni imagina, como cuando Abraham condujo a su hijo Isaac al altar sacrificial.
El Papa Francisco ha urgido a todos los católicos a tomar partido por las víctimas. Ante todo se debe acreditar la verdad del relato de las víctimas. En estos años hemos aprendido que prácticamente todas las denuncias (excluyendo solamente las denuncias anónimas) son verídicas. Las víctimas necesitan que acreditemos la verdad de la que son portadoras, sin lo cual ningún proceso de reparación puede iniciarse efectivamente. La incredulidad de las autoridades religiosas, de las comunidades cristianas y de los entornos sacerdotales ha hecho mucho daño, incluso muchas víctimas no han sido acreditadas en el seno de sus propias familias. Las víctimas dicen la verdad, tal como la Víctima por excelencia, nuestro Señor Jesucristo, que se proclama Él mismo la Verdad y el Camino que conduce a la Vida.
El clamor de justicia es la segunda manera de dar prioridad a las víctimas. Nadie desea complacerse en el castigo, pero tampoco adelantarse en el perdón. La justicia es un clamor humano que no se puede ignorar, que cumple además la función de apartar a quienes pueden todavía seguir causando daño y frenar a muchos que podrían cometerlo. La justicia asimismo es una poderosa señal de que sacerdotes y laicos estamos sometidos a una misma ley, que estamos configurados en torno a una misma Cabeza –que es Cristo– y que unos y otros seremos juzgados de la misma manera.
Podemos comenzar en nuestra propia casa, conversando francamente de todo esto, pero siempre con una palabra edificante.
Nadie tiene reservado un puesto de privilegio en el Reino de Dios, ni puede eximirse de rendir cuentas. El Papa Francisco nos invita a hacer gestos efectivos de reparación con aquellos que han sufrido. Podemos comenzar en nuestra propia casa, conversando francamente de todo esto, pero siempre –como dice San Pablo– con una palabra edificante, que construya algo nuevo y ofrezca un camino de esperanza. En las comunidades eclesiales, parroquias y colegios se requiere algo más: acciones efectivas de reparación hacia las víctimas y comunidades afectadas, medidas concretas de prevención y protección eficaz en el trabajo con niños. En el conjunto de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo y pueblo de Dios será necesario atravesar un período de profunda renovación en el santo Espíritu de Dios.