Vivimos tiempos muy desafiantes. La crisis climática y la pandemia, el terrorismo y el retorno de las guerras, incluyendo la amenaza nuclear, la crisis y polarización social, han definido el siglo XXI. En una era marcada por la desesperanza, debemos renovar nuestro empeño en transmitir a las futuras generaciones un sentido de responsabilidad y de optimismo respecto de su futuro. Para ello, es esencial dotar a la educación de significado. Es decir, promover que las nuevas generaciones busquen en su educación, además del desarrollo de habilidades instrumentales, la ampliación de sus capacidades de discernimiento ético, puesto que las respuestas que debemos dar a las crisis ya mencionadas no descansan sólo en nuestra capacidad de comprender científicamente o alterar tecnológicamente su naturaleza. Requieren también de nuestra capacidad de optar por cursos de acción que conduzcan al bien común de quienes habitamos hoy nuestro planeta y de quienes lo habiten en el futuro, incluyendo especies naturales distintas a la nuestra.
Nuestras ganancias en inteligencia no dieron los resultados que esperábamos, si es que nuestra meta era también crear un mundo donde todas las personas pudiesen desarrollar su potencial con dignidad y en equilibrio con la naturaleza.
Durante el siglo XX, la humanidad apostó fuertemente por la generación y transmisión de conocimiento científico-tecnológico, como una forma de superar los desafíos del subdesarrollo económico y de las diversas crisis geopolíticas que debió enfrentar. Asistimos así a una competencia global que puso el conocimiento al servicio de intereses instrumentales. Y, en un sentido muy restringido, esta apuesta dio los resultados esperados. La humanidad tiene hoy un nivel de riqueza que supera con creces al de generaciones anteriores. Y, según sugiere la investigación psicológica, también tiene un nivel más alto de inteligencia. Sin embargo, la riqueza de que disponemos hoy está muy mal distribuida, de modo que las brechas entre comunidades y naciones se profundizaron. Además, esta riqueza ha sido conseguida a un costo ecológico tan grande que pone en duda la continuidad de nuestros ecosistemas. Nuestras ganancias en inteligencia no dieron los resultados que esperábamos, si es que nuestra meta era también crear un mundo donde todas las personas pudiesen desarrollar su potencial con dignidad y en equilibrio con la naturaleza.
Debemos revisar nuevamente qué entendemos por los fines de la educación y cuáles son las formas que damos a nuestros programas de enseñanza en escuelas, liceos y universidades.
Por ello, si bien no podemos abandonar, en ninguna circunstancia, nuestra aspiración a desarrollar la inteligencia y a generar y transmitir nuevo conocimiento, debemos acompañar ese proceso con un cultivo sistemático de la habilidad de discernimiento que usualmente asociamos a la sabiduría. Este discernimiento descansa en la regla de oro, tal como la enunciaron Hillel: “No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti; eso es la Torah, todo lo demás es comentario, anda y aprende”, y Jesús: “Así pues, hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes; porque en eso se resumen la ley y los profetas”.
Tengo la certeza de que, si vamos a dotar a las futuras generaciones de un nuevo optimismo sobre un futuro incierto, debemos volver a poner en el centro de nuestra formación educacional el razonamiento que se deriva de esta regla de oro, en cuya simpleza están las respuestas que nos permitirán convivir en la sociedad compleja del presente y del futuro. Ello requiere organizar el cultivo de nuestros talentos individuales en torno al valor de la reciprocidad. Para ello, debemos revisar nuevamente qué entendemos por los fines de la educación y cuáles son las formas que damos a nuestros programas de enseñanza en escuelas, liceos y universidades. Si algo aprendimos en el pasado, es que el desarrollo del discernimiento ético no resulta espontáneamente de la mera convivencia. Éste requiere de instrucción deliberada y de la presencia de modelos pedagógicos que inspiren a las nuevas generaciones a recuperar el sentido de comunidad y universalidad que informan todo discernimiento ético.
¿De qué modo podemos enseñar el discernimiento ético en nuestras escuelas, colegios, y universidades? ¿Cuáles problemas contemporáneos requieren de soluciones éticas y no sólo tecnológicas? ¿Cómo podemos desarrollar un discernimiento ético de alcance universal en una sociedad diversa cultural y religiosamente?