Sus descubridores la llamaron Benjamina y estiman que era una neandertal preadolescente cuando murió, hace 430.000 años, en la sierra de Atapuerca (Burgos, España). Su cráneo asimétrico y de volumen reducido revela que padeció craneosinostosis, una rara enfermedad que provoca la fusión prematura de los huesos craneanos. Esto impide el crecimiento del cerebro, lo que se expresa en disfunción intelectual. Por lo mismo, “Benjamina” no habría sobrevivido sin la protección y cuidados de los miembros de su clan. Este sorprendente hallazgo revela que nuestros antecesores homínidos tenían sentimientos que hoy denominamos de “alteridad”.
La filiación divina es fuente de nuestra dignidad, elevada y hecha irreductible por la Encarnación de Cristo en nuestra humanidad y por Su muerte redentora
Este término, acuñado por los filósofos modernos, deriva de la palabra latina alter que significa “otro” y se usa para designar la capacidad de ponerse mentalmente en la situación de otra persona. La conducta que suscitan los sentimientos de alteridad se denomina “altruismo” o “solidaridad”, definidas como la disposición a ayudar a quienes lo necesitan sin esperar algún beneficio. Este es uno de los rasgos propios y exclusivos de la especie humana y, tal como revela la historia de la niña neandertal, es parte de nuestra naturaleza primigenia, inherente a la condición humana. Estamos hechos para vivir en sociedad, para ayudarnos y protegernos mutuamente, para cuidar de otros.
En perspectiva cristiana, la alteridad refleja uno de los principales dones del Creador a la humanidad: nuestra vocación al amor. La filiación divina es también la fuente de nuestra dignidad como personas. Una dignidad elevada y hecha irreductible por la Encarnación de Cristo en nuestra humanidad y por Su muerte redentora. Para los cristianos, ese “otro” que nos mueve a ser solidarios es nuestro hermano, nuestro “prójimo”. “¿Quién es mi prójimo?”, pregunta con malicia un maestro de la ley a Jesús. La respuesta a esa pregunta fue la parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 25-37). Conocemos bien ese relato. El sacerdote observa al hombre malherido y pasa de largo. Lo mismo sucede con el levita. Para ellos tocar a una persona ensangrentada, que la ley mosaica consideraba en un estado de impureza, les habría impedido participar en las celebraciones litúrgicas de Jericó, lugar hacia el que se dirigían. Al poner de protagonista a un samaritano, que no pertenecía al pueblo elegido, Jesús está implícitamente condenando los elementos deshumanizadores de la ley mosaica interpretada en su literalidad. El samaritano no tiene las ataduras de los observantes que lo precedían en el camino y obedece al impulso inherente a su humanidad, que es el de ayudar al hombre herido.
Los cristianos estamos llamados a actuar en defensa del derecho fundamental que emana de nuestra dignidad como personas: el derecho a la vida.
La acción del samaritano ejemplifica lo que Jesús espera de nosotros. A partir de interpretaciones erradas del concepto de dignidad humana, hay leyes que despojan de ella a un feto para justificar el aborto o defienden a la eutanasia como una “muerte digna”. Al igual que el samaritano, los cristianos estamos llamados a actuar en defensa del derecho fundamental que emana de nuestra dignidad como personas: el derecho a la vida. Es hora de sumarse a quienes se oponen a la despenalización del aborto y de la eutanasia, a defender el derecho a la vida del que aún no ha nacido y el derecho a una muerte verdaderamente digna, no procurada, de todo enfermo terminal. Acompañemos a las madres de embarazos no deseados, a los ancianos desvalidos, a las personas con discapacidades severas. Cuidemos nuestra propia vida siguiendo las recomendaciones de la medicina preventiva y respetando los límites de velocidad. Seamos proactivos en nuestra oposición a las guerras, a la violencia social, a toda forma de injusticia y coartación de derechos ciudadanos. Protejamos el medio ambiente por respeto a la vida de las generaciones futuras.
¿Qué otros ejemplos debiéramos promover? ¿Cuál es la invitación que Jesús nos haría hoy? ¿Cuán vigente –o urgente– sigue la enseñanza que nos deja la parábola del Buen Samaritano?