«Volvamos al silencio; al silencio de las palabras que vienen del silencio», proclama Huidobro en Altazor. Esta afirmación ha sido interpretada por algunos críticos como un regreso al principio creador, un regreso al espacio previo al nacimiento de las palabras, donde todo aún está por surgir. El silencio, para Huidobro, se convierte en el origen primordial, un acto de recreación en el que la palabra aún no se ha manifestado, pero ya guarda en sí misma todo el potencial de la creación.
No obstante, el Evangelio de Juan nos ofrece una perspectiva provocadora que desafía esta noción: «En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios» (Juan 1,1). Aquí, la Palabra no es un vacío o un principio sin forma, sino una fuerza activa, la manifestación misma de la preexistencia, la eternidad y la divinidad de Dios, plenamente identificada con Jesucristo. La Palabra es, en este contexto, tanto la revelación absoluta de Dios al ser humano como el medio a través del cual esta revelación se hace accesible. Al declarar que «la Palabra se hizo carne», el evangelista no se refiere solo a una transformación externa, sino a la encarnación del Verbo divino en Cristo, quien, al asumir la humanidad, se convierte en el único medio por el cual el ser humano puede conocer a Dios en su profundidad. En esta revelación, la Palabra transmite un mensaje y se convierte en la manifestación misma de la verdad última de Dios, revelando su voluntad y su carácter, así como también su cercanía redentora.
La Palabra no es un vacío o un principio sin forma, sino una fuerza activa, la manifestación misma de la preexistencia, la eternidad y la divinidad de Dios, plenamente identificada con Jesucristo.
Sin obviar su inmenso peso teológico, este pasaje también ofrece un campo fértil para pensar diferentes perspectivas. Una de las más sugerentes es la que se da desde el diálogo entre teología y literatura; si toda la creación ha sido obra de la Palabra, entonces la esencia misma de lo creado reside en ella, y solo puede ser comprendida a la luz de esa Palabra. La Palabra, en este sentido, no es meramente un vehículo de comunicación, sino una fuerza dinámica que da origen y sentido a toda la existencia. La creación, como imagen de Dios, responde constantemente a esa Palabra viviente. Así, la Palabra es la esencia misma del mundo, y, tanto en la teología como la literatura, esta palabra se convierte en un eje central. Por ella, los seres humanos nos hacemos seres auditivos y emisores de palabras, llamados a participar en el diálogo eterno de Dios, un diálogo que nunca deja de revelarse y que se da en el magno campo donde actúan las palabras: textos religiosos, poemas, cuentos, novelas, etc. A través de las palabras, podemos reconocer la presencia de Dios que se deja ver y escuchar por medio de la Palabra. De ahí que literatura y Sagrada Escritura tienen un vínculo estrecho.
En este marco, la Sagrada Escritura es un texto religioso, así como una obra literaria de gran profundidad y alcance. La Escritura abarca una amplia diversidad de géneros literarios, desde la poesía de los Salmos y las metáforas proféticas hasta las parábolas de Jesús y el simbolismo apocalíptico. El lenguaje utilizado en la Escritura es un medio de comunicación, una herramienta de creación y transformación. En el relato del Génesis, Dios crea mediante su palabra: «Dijo Dios: Sea la luz, y fue la luz» (Génesis 1,3). Este acto performativo subraya el poder creativo de la palabra, su capacidad para dar forma a lo inmaterial y de ser luz que ilumina lo creado. De manera análoga, la literatura también participa de esta vocación creadora. Los escritores, mediante la palabra, penetran en la experiencia humana y en las preguntas trascendentales que definen nuestra existencia. En este sentido, por una parte, la Biblia, con su lenguaje literario, expresa la relación del hombre con Dios, según Dios ha querido revelarlo –considerando la realidad cultural y humana del hombre–. Y, por otra parte, la literatura con su propio lenguaje, también puede expresar esa realidad. Por esto, la urgente necesidad de volver grandes a los relatos humanos y, así, permitir una apertura de escucha a la Palabra que se revela en Jesús y las palabras humanas.
Si al principio está la Palabra y la Palabra es Dios, entonces el primer acto del ser humano debe ser la humildad del silencio, un silencio que nos permita escuchar esa Palabra que se expresa como don gratuito y amoroso.
La metáfora, recurso común tanto en la Escritura como en la literatura, ejemplifica esta capacidad del lenguaje para abrirse hacia lo trascendente. En los Salmos, las imágenes de Dios como pastor o refugio no son simples representaciones literarias, son también símbolos que nos conducen hacia una comprensión profunda de Dios. Tanto la Biblia como la literatura nos enseñan que las palabras, aunque limitadas, tienen el poder de señalar lo que está más allá de la percepción sensible y crear nuevas formas de interpretar y percibir el mundo y la relación. En esta línea, en julio de 2024, el Papa Francisco escribió una carta sobre el papel de la literatura en la formación cristiana, invitando con esmero a dedicarle tiempo y reflexión. En su misiva, subraya: «La palabra literaria pone en movimiento el lenguaje, lo libera y lo purifica; en definitiva, lo abre a sus ulteriores posibilidades expresivas y explorativas, lo hace capaz de albergar la Palabra que se instala en la palabra humana, no cuando esta se autocomprende como saber ya completo, definitivo y acabado, sino cuando se convierte en vigilante escucha y espera de Aquel que viene para hacer nuevas todas las cosas» (cf. Ap 21,5). El diálogo entre Sagrada Escritura y literatura, entonces, resalta la capacidad de la palabra para crear, para redimir, mostrando el profundo vínculo entre lo humano y lo divino, entre la palabra humana y la Palabra eterna.
Volvamos a Huidobro… El silencio se nos presenta como un acto necesario para crear y sobre todo para escuchar. Si al principio está la Palabra y la Palabra es Dios, entonces el primer acto del ser humano debe ser la humildad del silencio, un silencio que nos permita escuchar esa Palabra que se expresa como don gratuito y amoroso, esperando una respuesta igualmente amorosa. El acto de leer es, en última instancia, un acto de escucha atenta a las palabras que crean y también salvan. La lectura de la Sagrada Escritura como Palabra de Dios se enriquece cuando nos dejamos acompañar por las grandes narraciones humanas plasmadas en una obra literaria o un poema. La lectura es, por tanto, un acto de silencio y entrega, atento a la Palabra que siempre está al principio…
¿Cómo podemos descubrir en las palabras de la Escritura la melodía de Dios que da forma y sentido a nuestra vida? ¿Puede la belleza poética y simbólica de la literatura ayudarnos a captar mejor las imágenes y visiones que la Sagrada Escritura nos regala? ¿En qué textos literarios puedo encontrar las palabras de la Sagrada Escritura?