Mientras se viven los efectos de la pandemia, Chile enfrenta una crisis que compromete la economía, la política y la sociedad. Esta se manifiesta en pérdida de vidas humanas, dolor y sufrimiento, desigualdad y pobreza multidimensional, inequidad estructural entre hombres y mujeres, quebranto medioambiental y descrédito de las instituciones del Estado, las empresas e incluso la Iglesia; en definitiva, en el deterioro de los vínculos de fraternidad.
La fraternidad -construida sobre la justicia social- es aquello que mantiene a una sociedad unida y que se expresa en una actitud de cuidado recíproco; entre personas que se reconocen como miembros de una misma comunidad política y que se expresa como confianza y paz social.
La fraternidad es un principio para la acción política y un horizonte normativo.
Tal como la libertad y la igualdad, la fraternidad es un principio para la acción política y un horizonte normativo. Es un “ya, pero no todavía”. Un “ya” expresado en la voluntad colectiva que forjó un proyecto de país con dos siglos de historia; es el Alma de Chile. En palabras del Cardenal Silva Henríquez: “Cataclismos naturales, potentes apetitos foráneos, guerras externas y largas noches de interna disensión hasta el odio; pobreza, sufrimiento -el sufrimiento más terrible de todos-, no amar al hermano, no han podido arrebatarle a Chile su alma”.
Pero es un “no todavía”, puesto que si no abordamos los apremiantes problemas mencionados nos asomamos al despeñadero de la violencia -incluida la del Estado- del que tuvimos un doloroso anticipo durante el Estallido Social y, en definitiva, a la disolución del vínculo fraterno. En tal situación la institucionalidad podría sólo por la fuerza -aunque sin la razón- o motivada por la utilidad egoísta individual, mantener instrumentalmente una comunidad de intereses, pero vacía de alma.
La injusticia, la exclusión y el abuso -en cuya base está el pecado- son las causas de la violencia, con su espiral de polarización e intolerancia. En efecto, sin justicia la auténtica paz social no se sostiene; solo se genera un orden público espurio esperando cualquier incidente para romperse. El Papa Francisco en Evangelii Gaudium señala que la dignidad de la persona humana y el bien común deben superar la indiferencia de quienes se rehúsan a renunciar a sus privilegios, puesto que sin un desarrollo integral para todos aparecerán nuevos conflictos y nuevas formas de violencia.
La salida de la crisis supone un acuerdo legitimado sobre la Constitución. Esta debe partir por reconocer a los excluidos -mujeres, pobres, migrantes, indígenas- y debe consagrar derechos de manera amplia. La salida supone, además, un consenso sobre el modelo de desarrollo. Supone, finalmente, una nueva forma de gobernanza; equidistante del elitismo y del populismo, y donde los excluidos estén presentes en la mesa de los acuerdos y en el espacio público como gestores de su propio desarrollo.
La fraternidad política -como actitud de cuidado recíproco entre ciudadanos- es un valor que el Estado no puede decretar, pero que la comunidad tampoco puede lograr sin que las instituciones aseguren crecientes grados de libertad y de igualdad.
Sin justicia la auténtica paz social no se sostiene.
El Papa Francisco nos reitera que el primer paso es la conversión interior, sin la cual será difícil lograr una auténtica paz social, pero al mismo tiempo señala que en el Kerygma -en el primer anuncio del Evangelio- está la vida comunitaria y el compromiso con los otros. Es nuestra fidelidad al Evangelio la que podrá renovar el “Alma de Chile” recomponiendo la fraternidad de nuestra comunidad política.
En el ámbito de la comunidad los católicos debiéramos realizar un discernimiento social junto con hombres y mujeres de buena voluntad mediante el diálogo; pero, ¿estamos realmente capacitados para dialogar? El Evangelio nos interpela a la conversión interior a la par que cargamos las cruces de la sociedad; sin embargo, ¿cómo podemos verdaderamente entrar en las llagas de la violencia y de las múltiples formas de pobreza, inequidad y exclusión?