Como cada septiembre, esperamos la primavera y las fiestas patrias. Este año con impaciencia, pues se ha demorado. Ha sido un invierno seco, hostil, interminable como la peste o el rencor que a ratos vimos instalados en nuestro Chile. Esperamos ahora el renacer, como luz al final de un túnel. Tímidamente, el albor pareciera estar llegando.
No todo ha sido superado, pero hay señales, así queremos creer, de que lentamente podremos recuperar la riqueza de la vida en comunidad; también, una parte de nuestra humanidad. Cosas tan sencillas como el darse la mano, mirarse a los ojos, abrazarse o caminar juntos. También el goce de la presencia del otro en el trabajo, el café compartido; en fin, toda aquella dimensión de nuestra realidad que la tecnología, las pantallas remotas no pudieron (ni podrán) reemplazar.
Para los cristianos, hay un signo familiar en esta suerte de amanecer tras la oscuridad. Lo conocemos, lo reconocemos, no es posible dejar de evocarlo. Se trata del centro mismo de nuestra fe, la certidumbre de Cristo resucitado. “Lumen Cristi”, como dice el pregón pascual anunciando la llegada de la luz, el fin de las tinieblas, el triunfo de la vida sobre la muerte.
La patria chilena, la tierra de nuestros padres que sigue estando allí, con su legado y su cultura, su espíritu.
Un signo para los cristianos, pero además una tarea para la vivencia alegre de esta primavera que la patria celebra. Es el signo de la resurrección en que creemos. Hay una oportunidad, quizás un mandato, de que esta esperanza la hagamos extensiva a tantas otras pérdidas, a tanta tiniebla e incertidumbre que aún se ciernen sobre nuestro país y el mundo. Así lo plantea con maravillosa claridad el papa Francisco en su homilía de Pascua justo este año de pandemia: “Él nos precede siempre: en la cruz del sufrimiento, de la desolación y de la muerte, así como en la gloria de una vida que resurge, de una historia que cambia, de una esperanza que renace”.
Esa es la reflexión que emerge, el formidable desafío de cómo transmitir, cómo proponer a nuestra patria lo que tanto requiere, “la esperanza que siempre renace”, nada menos que lo más profundo de nuestras confianzas.
Hay que celebrar, ¡y bien celebrado! Es necesario, saludable incluso, que participemos con alegría en este mes patrio. Nunca más necesario, nunca más esperanzados. Mas la celebración no debe ser solo un gozoso evento (¡que lo es!) o una fiesta comunitaria (¡que también lo es!), sino que debe ser también un signo, una propuesta hacia lo público, a la sociedad entera, la proyección del mensaje que escucharon las mujeres del Evangelio: “No tengan miedo, Él resucitó” (Mt, 28,5).
La buena nueva que debemos compartir, la luz que siempre vuelve y disipa las tinieblas.
Es la vivencia propuesta para este mes. Celebrar con alegría en momentos difíciles, cuando la noción misma de “patria” parece estar en cuestión. Pero no hace mucho la patria era un sentimiento compartido, la emoción nos embargaba ante los símbolos patrios o al vate recitando: “Patria, mi patria, toda rodeada de agua combatiente y nieve combatida…” (Neruda). Ahora que dudamos de cuáles son los símbolos, los héroes, la bandera o el lenguaje correcto, mantenemos la certeza que, en el fondo, sigue existiendo una patria. La patria chilena, la tierra de nuestros padres que sigue estando allí, con su legado y su cultura, su espíritu, independiente de cómo la representemos. Es sencillamente lo que somos, lo que nos fue dado y vive en nosotros con sus luces y sus sombras.
¡Arriba la patria! se ha transformado en una tarea. Es proyectar la esperanza, la resurrección hoy tan palpable: Quizás sea la primavera, la fiesta dieciochera, o el reencuentro que nos regala la pausa de la pandemia. Es también un mandato. Se trata del centro del mensaje del Evangelio, la buena nueva que debemos compartir, la luz que siempre vuelve y disipa las tinieblas.
¿Cómo vivo este mes patrio junto a mis seres queridos? ¿qué quiero rescatar y celebrar de mi patria durante este mes? ¿qué queremos agradecerle a Dios sobre nuestra patria?