Junto a cuatro académicos de las facultades de Arte y Teología, un fraile dominico, dos miembros de la Pastoral y nueve estudiantes de Arte, Arquitectura, College, Estética, Música y Teatro, participamos en el proyecto Residencia Artística 2025, donde compartimos los desafíos propios de la cotidianeidad de un trabajo interdisciplinario y en terreno, pero también la experiencia de fe de un grupo humano que anualmente desborda los límites del poblado altiplánico de Ayquina, emplazado a 3.000 metros sobre el nivel del mar.
Cotidianeidad de un trabajo interdisciplinario y en terreno, pero también la experiencia de fe de un grupo humano que anualmente desborda los límites del poblado altiplánico de Ayquina.
Ubicado a más de 70 kilómetros de Calama, en una quebrada que desemboca en el silenciado río Salado, las casas de piedra caliza y techos de paja amplifican la tonalidad ocre y grisácea del desierto y, pese a su tosquedad, delimitan grácilmente a la depresión geográfica que acoge a una ‘calle central’, subrayando algunos cambios de pendiente con estrechos pasajes.
El Santuario —Jubilar— preside a la plaza hundida, que se convierte en el escenario perfecto para emocionarse hasta las lágrimas con la belleza estruendosa del baile incansable de contingentes de diabladas, caporales, tinkus y osadas. ¿No es posible acaso pensar que el silencio de Dios es solo aparente, y que su voz emerge con los cantos que emanan, aunque sea por un instante, desde nuestros propios corazones? Ver, escuchar y gozar la sencilla alegría que emana de las voces del desierto es un imperdible.
“¿Dónde está el Señor que nos condujo por el desierto, por una tierra de yermos y de barrancos, por una tierra seca y tenebrosa, una tierra por la que nadie pasó y donde ningún hombre habitó?”. El cuestionamiento que el profeta Jeremías (2,6) lanza al pueblo de Israel por su olvido de Dios es la apertura, perfectamente escogida por el autor Cristóbal Marín, para emprender un viaje a la memoria del desierto en su Atacama Fantasma (Penguin Random House, 2023).
Hacía rato ya que este libro coronaba la pila de especímenes literarios atentos a mi juicio —probablemente menos final que el que espera al mencionado pueblo, claro está—. Pasa que, con los años, he desarrollado una leve obsesión por mantener mi estadística de aciertos al comprar compulsivamente libros por sus títulos sugerentes, y vinos por la belleza de sus etiquetas, pero esa es otra historia. Lo importante aquí es que, una vez más, el también autor de Huesos sin Descanso no me defraudó. Es más, fue la mejor elección para volver al Norte Grande, tras 20 años de ausencia.
Marín articula su relato entrelazando recuerdos de infancia y juventud con episodios históricos, abarcando desde la travesía de la conquista de Diego de Almagro a la –otra– estela de tragedia dejada por la Caravana del Desierto, en plena dictadura militar. La dimensión de la pérdida de vidas humanas impregna las casi 500 páginas del volumen, materializándose en los cuerpos errantes de momias chinchorro, de obreros nortinos en busca de algún despojo de trabajo entre oficinas salitreras y de naturalistas, sacerdotes y coleccionistas ávidos por acopiar los saberes y tesoros del desierto.
Mientras leía, pensaba en el evidente significado de permanecer a la espera de ser desenterrado en una naturaleza que, mientras más se habita y domina, más demuestra su desolación y hostilidad. A plena luz del día, por ejemplo, caminos interminables aparecen abarrotados de acalorados espejismos y de cordilleras que revelan su artificialidad con la aparición de camiones delatando la escala de las faenas mineras.
El Santuario —Jubilar— preside a la plaza hundida, que se convierte en el escenario perfecto para emocionarse hasta las lágrimas con la belleza estruendosa del baile incansable de contingentes de diabladas, caporales, tinkus y osadas.
Sin embargo, son esas mismas rutas las que emocionan cuando permiten encontrar al Dios perdido de Jeremías en el páramo, ya sea en amaneceres vibrantes que se calman con halos de geometrías perfectas, o en planicies monótonas que activan su policromía gracias al paso de la luz entre las rendijas de las nubes. Ni decir cuando emerge la modesta nobleza de las huellas ancestrales de peregrinos que, silenciosamente, hacen crujir sus pies en agradecimiento a la Virgen de Guadalupe de Ayquina, cuya fiesta religiosa (celebrada entre el 3 y 10 de septiembre) fue el motivo de mi viaje.
¿Existe alguna fiesta religiosa popular que te permita el encuentro con Dios? ¿De qué manera la fe de los demás te contagia, te permea? ¿Qué sentimientos afloran en ti cuando ves y contemplas el desierto?
 
								 
								