Otras reflexiones

La alegría de la santidad que perdura

“‘Contento, Señor contento’” solía decir San Alberto Hurtado. ¿Será entonces que la santidad cristiana sea una cuestión de alegría?”.

¿Existe el mundo que todos anhelamos?

“En la Iglesia se requiere de católicos activos y formados. Católicos que, con mucha humildad, y sin arrogancias, sepan actuar, en la sociedad que nos toca compartir, con fe y esperanza en Dios”.

¿Es Chile un país del Espíritu?

“Chile no sería Chile sin la fuerza creadora, unificadora y vivificadora de Dios, esa fuerza tiene un nombre: el Espíritu Santo. Él se ha adelantado a todos los que hemos habitado esta tierra, ha sostenido nuestra unidad y nos sigue ofreciendo vida en abundancia”.

Primavera. Vida nueva, certeza y esperanza

“Nuestro país celebra su día nacional en la época en que todo florece. La fiesta se hace protagonista y desplaza todas las preocupaciones, los resultados y la productividad. Estar y ser con otros en una comunión que nos regala pertenencia, ser un pueblo en la diversidad”.

Los amigos no sirven para nada…

Felipe Widow L.

Año II, Nº 11.

domingo 2 de febrero, 2020

"Hoy, desgraciadamente, se ha perdido de vista una condición elemental de todo amor auténtico: nos olvidamos que la amistad exige que se ame al otro con absoluto desinterés y radical donación de sí mismo."

… los míos, al menos, son completamente inútiles. “¡¿Cómo?!” –dirá alguien horrorizado–, “¡¿por qué insultas a tus amigos?!”. ¡Pero si no los insulto! –replico–. A mí, al menos, sólo me han tocado amigos inútiles, y lo mismo digo de mis padres, esposa, hijos, hermanos; los que más quiero, ¡todos inútiles! Es que si fueran útiles, no serían mis amigos… A mi teléfono lo quiero por su utilidad y, por eso, cuando falla, lo descarto. A mi papá le falla la vista, la memoria, a veces las piernas… ¿habrá que descartarlo? ¡No, pues! Es que no lo quiero por su utilidad, como el teléfono, sino que en cuanto inútil, es decir, no porque sirva de algo, sino “porque sí”. A los amigos, a todos aquellos que de verdad amamos, los amamos por sí mismos, y los seguiríamos amando aunque no sirvieran para nada. Ahora ya podemos matizar el título: por supuesto que los amigos sirven, como la madre que sirve a su hijo al ayudarle en sus tareas. Pero si nos preguntan “¿por qué amas a tu mamá?”, demostraríamos ser muy malos hijos si nuestra respuesta fuera “porque me sirve mucho”. La amamos porque sí, y la seguiremos amando cuando, vieja y postrada, “ya no sirva para nada”.

¿Por qué persistimos en el egoísmo, si trae amargura, violencia, sufrimiento? Esta historia es tan antigua como el hombre, y su nombre es pecado.

Hoy, desgraciadamente, se ha perdido de vista esta condición elemental de todo amor auténtico: nos olvidamos que la amistad exige que se ame al otro con absoluto desinterés y radical donación de sí mismo. En cambio, esperamos compensaciones por lo que hacemos en favor de los demás, estamos más prestos a recibir que a dar, a exigir que a conceder… en otras palabras, sufrimos intensamente esa tendencia al egoísmo que, en el fondo, hace del otro algo “útil”, que no queremos por sí mismo, sino para que nos sirva.

Por este egoísmo los amigos se apartan, los esposos se separan, los hijos reniegan de sus padres, los compañeros o vecinos recelan entre sí… ¿Y por qué persistimos en el egoísmo, si no trae más que frutos de amargura, de violencia, de sufrimiento? Esta historia es tan antigua como el hombre, y su nombre es pecado. Es que, como ha enseñado San Agustín, el pecado –todo pecado– no es más que ese acto de amor propio –de soberbia, de egoísmo– por el que los hombres damos la espalda a Dios para buscarnos a nosotros mismos. Pero sin Dios, el hombre no tiene nada: se busca a sí mismo, pero se encuentra vacío. Y entonces aspira a llenar ese vacío con las cosas: los placeres, los bienes materiales, el poder… Nada le llena y por eso siempre quiere más, y más, y el egoísmo se vuelve más intenso y la envidia corroe todas las relaciones. Y, aunque no lo digamos, tratamos a nuestros amigos “como si sirvieran para algo”, y así matamos la verdadera amistad.

(Debemos) dejar de vivir hacia afuera, esclavos de las cosas, para volver a buscar en nuestro interior, pero ya no a nosotros mismos, sino a Dios.

¿El remedio? Permitir que la gracia nos mueva en la dirección inversa al pecado: dejar de vivir hacia afuera, esclavos de las cosas, para volver a buscar en nuestro interior, pero ya no a nosotros mismos, sino a Dios, de quien podremos decir, con San Agustín: “porque Tú estabas dentro de mí, más interior que los más íntimo mío” (Conf. III, 6, 11). Y cuando hayamos vuelto a Dios, seremos capaces de una amistad nueva, más grande y más profunda, porque la amistad ha sido reinventada por Jesús: “Nadie tiene un amor más grande –nos dice– que aquel que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Es que de eso se trata, de descubrir que nuestros amigos, todos aquellos a quienes de verdad queremos, no sirven para nada… más que para amarlos gratuitamente y buscar su propio bien, que es el mismo Dios. Esta es la amistad elevada por la Caridad, la única verdadera vía para transformar el mundo y hacer florecer en él la justicia y la paz.

¿Tengo siervos o amigos? ¿Hacemos del amor, por nosotros mismos y por los demás, una réplica de ese amor divino que llega al extremo de la Cruz?

«La amistad es de los regalos más grandes que una persona, que un joven, puede tener y puede ofrecer. Es verdad. Qué difícil es vivir sin amigos. Fíjense si será de las cosas más hermosas que Jesús dice: «Yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre» (Jn 15, 5). Uno de los secretos más grandes del cristiano radica en ser amigos, amigos de Jesús».

DISCURSO PREPARADO PARA EL ENCUENTRO
CON LOS JÓVENES EN LA COSTANERA DE ASUNCIÓN, DOMINGO 12 DE JULIO DE 2015.

Felipe Widow L.
Profesor de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

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