En muy pocos años hemos pasado del pánico a la explosión demográfica al temor del colapso demográfico. Desde los años setenta, la velocidad del crecimiento poblacional comenzó a reducirse pasando del 2,1% anual para llegar al 1% en 2020 y seguir cayendo. La población de varios países se contrajo ya en la década de los 90 y se espera que el crecimiento de la población mundial se detenga en la segunda mitad del siglo XXI, por primera vez en la historia registrada de la humanidad. La tasa de natalidad de la gran mayoría de los países está muy por debajo de la tasa de reemplazo (2,1). En Chile es de 1,2. Tampoco es un misterio que las familias más religiosas son también las más fecundas. Las estadísticas lo demuestran ampliamente y lo corrobora la presencia de niños y niñas en las celebraciones eucarísticas de las comunidades parroquiales.
Mucho se discute sobre las causas de la caída de la natalidad, pero se pone poca atención a la conexión de la procreación con el amor conyugal como su espacio propio.
Como señala la encíclica Humanae vitae, de San Pablo VI, el amor conyugal es “un amor fecundo que no se agota en la comunión entre los esposos, sino que está destinado a prolongarse suscitando nuevas vidas” (HV 9). De hecho, el matrimonio cristiano exige por su propia naturaleza la apertura a la procreación y es nulo el matrimonio entre dos personas que, siendo potencialmente fértiles, no quieran tener hijos.
En este contexto, algunos ponen su esperanza en la tecnología, considerando la expansión de la posibilidad de procrear a parejas antes incapaces de hacerlo. Sin embargo, se trata de procedimientos costosos y de efectividad reducida. Incluso en los países con más capacidad tecnológica no suelen superar el 5% de los nacimientos. En Chile no llegan al 1%. Muchas de estas técnicas, además, implican disociaciones entre la maternidad biológica y la afectiva, puesto que se recurre a donantes externos a la pareja, llegándose incluso a la posibilidad de que sea otra mujer la que da a luz (vientre de alquiler).
La Iglesia considera que la técnica puede asistir a los cónyuges en su vocación de colaborar con Dios en la generación de nuevos seres humanos (Donum vitae II, A, 6). La generación tecnológica, en cambio, es una forma distinta de procrear donde esta no se da en el espacio amoroso de la intimidad conyugal sino en el espacio aséptico y anónimo del laboratorio. Incluso se puede llegar al extremo de que los niños son “encargados” mirando catálogos con las características de los donantes o ser recibidos ya nacidos, de un vientre de alquiler, incluso en otro país.
La comunidad cristiana está llamada a promover la familia como camino de fecundidad y trascendencia a través de la donación de sí mismos.
Mucho se discute sobre las causas de la caída de la natalidad, pero se pone poca atención a la conexión de la procreación con el amor conyugal como su espacio propio. Es decir, se pasa por alto que la procreación no es sólo una realidad biológica, sino profundamente humana. En efecto, el deseo de ser padres o madres se da en un contexto previo que es el amor de pareja. No sorprende, por tanto, que la caída de la natalidad sea acompañada de una caída en la nupcialidad (número de matrimonios o incluso de la convivencia) y del aumento de hogares unipersonales. Del mismo modo, vemos cómo las mascotas van asumiendo el rol de los hijos que no se desean.
Es cierto que las condiciones materiales para criar y educar a los hijos son cada vez más exigentes, pero no hay procreación auténticamente libre ahí donde no hay primero un espacio humano para acoger la vida, es decir, una pareja, por más frágil que sea el vínculo de amor que los une. La comunidad cristiana está llamada a promover la familia como camino de fecundidad y trascendencia a través de la donación de sí mismos dado que “el amor conyugal exige a los esposos una conciencia de su misión de ‘paternidad responsable’” (Humanae vitae, 10) y también a acoger a todas las mujeres que han abrazado su vocación de madres.
¿Qué podemos hacer como comunidad cristiana para que los jóvenes valoricen el matrimonio como vocación de plenitud? ¿Cómo apoyamos a los padres/madres jóvenes en sus proyectos de maternidad? ¿Cómo buscar valorar la integración del amor unitivo y procreativo?