Hoy quiero compartirles mi experiencia, una llena de milagros y no de tragedias, llena de amor y no de desamor, y sobre todo de esperanza, porque la desesperanza no existe si tenemos fe. Me casé hace casi 20 años y sentí profundamente que el sacramento que nos unió era para siempre y que, por supuesto, sería en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad. Lo que jamás pensé en ese entonces es que esto último sería literal.
Un domingo después de mucho llamar a mi marido a su celular, cuando ya debía de haber terminado una más de tantas maratones que solía correr, me contestó una voz desconocida quien se identificó como médico y diciendo que mi marido había colapsado al pasar la meta, que estaba crítico, que me apurara. En ese momento sentí que el suelo donde me paraba se hundía, sentí ganas de gritar, pero fue más fuerte la fe de que todo estaría bien. Recé y así comenzaron los milagros.
Ver en sus ojos el reflejo del amor y la confianza, surge un amor distinto, un amor que viene de la fe y la esperanza.
El primer milagro fue que él sobreviviera después de dos paros reanimados, el segundo, que superara la cirugía cardiaca que corrigió la malformación congénita que causó los paros y el tercero, el camino que comenzamos a recorrer en su rehabilitación. Una rehabilitación que ha sido volver a nacer, partir de cero, para ir recuperando paulatinamente las funciones básicas.
Cuando dos personas deciden casarse, no dudan en ningún instante cuánto se aman. Pero si las circunstancias llevan a enfrentarse a la fragilidad del otro, a acompañarlo en cada paso de su rehabilitación, a ayudarlo a reconstruir su historia y, por sobre todo, ver en sus ojos el reflejo del amor y la confianza, surge un amor distinto, un amor que viene de la fe y la esperanza. El papa Francisco, con gran sabiduría y elocuencia, en la plaza de San Pedro les habló a miles de novios el día de San Valentín, “El amor de dos esposos es una realización, una realidad que crece, y podemos decir que es como construir una casa, y esa casa se construye juntos, no solos”. Cada vez que leo su mensaje me emociono y agradezco este amor que nos permite crecer juntos.
Una situación como la descrita en los párrafos precedentes, se suele considerar una tragedia, ante la cual enojarse, sentir rabia o culpar a Dios son reacciones naturales y esperables. Desde la perspectiva cristiana, hay otra mirada posible. Como sucedió en mi caso, estos sentimientos se aminoran si por sobre ellos prevalece la certeza que Cristo nos sostiene amorosamente en sus brazos en todo momento, particularmente durante los períodos de prueba, manteniendo viva nuestra fe. Haciendo posible milagros como el sobrevivir, renacer, y seguir construyendo la vida matrimonial y familiar desde nuevos y reforzados cimientos. “Es más sano aceptar con realismo los límites, los desafíos o la imperfección, y escuchar el llamado a crecer juntos, a madurar el amor y a cultivar la solidez de la unión, pase lo que pase.” (Amoris Laetitia, 135)
Posible milagros como el sobrevivir, renacer, y seguir construyendo la vida matrimonial y familiar desde nuevos y reforzados cimientos.
Mi marido y yo nos conocimos jóvenes y juntos hemos construído un hogar, una familia y siempre ví que sólo juntos podemos superar los escollos y que juntos podemos lograr milagros. Porque si hay algo que he comprendido a cabalidad, es que lo que estamos haciendo a diario en la adversidad, es hacer familia, continuar construyendo, haciéndonos merecedores cada día de nuevos milagros.
Sólo la fe y el amor pueden mantener viva la esperanza. Si más personas se convencieran de esto, lo sintieran así, el mundo sería mejor. Por lo tanto, surgen las preguntas: ¿Se puede vivir sin fe?, ¿existe el “sí para siempre”?, ¿es posible amarse por siempre, pase lo que pase?