Cada uno de nosotros conoce por sí mismo la angustiante experiencia de la escasez de tiempo, el carácter escurridizo de este. Hoy en día se valora en todas partes la rapidez, bien sea en los medios de transporte y de comunicación, o bien, en el cumplimiento de las metas trazadas, pero muy poco se aprecia la demora en la reflexión. Es por ello que en adelante proponemos destinar parte del tiempo que nos resta para pensar acerca de lo que en esta vida nos está dado como sabiduría, y por qué no consiste en vana erudición.
La sabiduría, más que un asunto personal o una posesión desmedida de bienes intangibles, se perfila como un buen vivir.
La importancia del saber —y, todavía más, del saber atenido a nuestra condición humana, vulnerable y limitada— para la vida radica, como bien señaló Mons. Héctor Vargas (†) en su Carta Pastoral sobre la Iglesia y Pueblos Originarios (2016, p. 7), en “buscar un equilibrio y vivir en armonía consigo, con los demás y con Dios, con las fuerzas espirituales y con la naturaleza”. Por tanto, la sabiduría, más que un asunto personal o una posesión desmedida de bienes intangibles, se perfila como un buen vivir. He aquí, pues, la vara que mide nuestro conocimiento. El que no esté a su altura, se queda corto y, en consecuencia, causa incertidumbre y desasosiego.
Por esa razón san Pablo advierte en su epístola a los creyentes de la ciudad de Colosas que no se dejen engañar por “filosofías huecas y sutilezas”, ya que los tesoros de la sabiduría y del conocimiento son un misterio escondido en Cristo (Col 2,3-9). La sabiduría aparente, que no es más que mera palabrería, como el mismo san Pablo afirma en otro lugar, convierte en algo vacío de sentido la cruz de Cristo (1 Cor 1,17). En cambio, quien escucha la palabra del Señor, que es “locura para el que está perdido” (1 Cor 1,18), con toda franqueza tendrá confianza por medio de la fe (Ef 3,12).
La eficacia, por el contrario, vuelta una obsesión, puede tornarse en pérdida de calidad de vida y en abandono del espíritu. ¿Es posible hacer un buen uso del tiempo sin dicha obsesión?
La acumulación de conocimientos sin mesura y el ritmo frenético de trabajo no son en absoluto conducentes al buen vivir. La conciencia del límite, de nuestra finitud en esta vida, punto en el que convergen tanto la sabiduría griega como la de las Sagradas Escrituras, nos impone la tarea de asumir el tiempo con la calma y mansedumbre que el sabio demuestra en su acción (cf. Sant 3,13). Es decir, guardando la debida paciencia frente a las pruebas y esforzándonos por mantener ese equilibrio entre espíritu y naturaleza que incluso nos sobrepasa como individuos. Una vez más, san Pablo lo ha expresado con una bella metáfora: tenemos que caminar sabiamente, dice a los Colosenses, en relación con todo lo que viene de afuera, ya que así redimiremos al tiempo de manera oportuna (Col 4,5).
De modo que, por más paradójico que pueda parecer, la profundidad de la reflexión es la que nos lleva a la sabiduría que está a nuestro alcance como humanos y sin la cual no hay óptimo aprovechamiento del tiempo ni del vivir en general. La eficacia, por el contrario, vuelta una obsesión, puede tornarse en pérdida de calidad de vida y en abandono del espíritu. ¿Es posible hacer un buen uso del tiempo sin dicha obsesión? ¿Y qué decir del cultivo de la sabiduría con los otros que están “fuera” de nosotros, es decir, mediante el diálogo, y no solamente en el silencioso soliloquio de nuestras propias convicciones?