“¿Qué fue lo más hermoso de casi 30 años de misión?”, me preguntaron una vez. Respondí sin dudar: “Haber podido encontrar a Dios». Y es que la misión no es solo entrega de parte del misionero: es también un regalo inmenso para su persona. En este tiempo marcado por la prisa, la incertidumbre y tantas heridas sociales, ser misionero no significa, como antes, necesariamente cruzar mares, sino aprender a caminar con otros, en medio de sus dolores, alegrías y búsquedas. A mi parecer, hoy la misión tiene que ver más con una manera de estar que un lugar donde estar, con un escuchar más que con hablar, con abrazar más que conquistar.
Hoy, la figura del misionero se parece más al peregrino que al conquistador. Peregrino es quien camina con otros, busca a Dios en lo cotidiano y se deja transformar por el camino.
Desde la fe en Jesucristo Salvador, entendemos que la misión no es una acción que se agrega a la tarea normal de evangelización, tampoco es una vocación para algunos, sino parte de nuestra identidad cristiana: «La Iglesia peregrinante es misionera por su misma naturaleza» (Ad Gentes, 2). Anunciar a Cristo, testimoniar su amor y construir comunidad son tareas que no se delegan a unos pocos: nos tocan a todos y todas.
Hoy, la figura del misionero se parece más al peregrino que al conquistador. Peregrino es quien camina con otros, busca a Dios en lo cotidiano y se deja transformar por el camino. Ya no basta con «hacer cosas por» los demás; hace falta «estar con», compartir, dejarse afectar, dejarse evangelizar. En ese intercambio humilde es donde el Evangelio se hace carne. No se trata de tener respuestas para todo, sino de vivir con esperanza, de acompañar, de ser signo.
Ser misionero hoy implica aprender nuevas formas de presencia: en la escuela, en redes sociales, en hospitales, en el acompañamiento de adolescentes, en el cuidado de la casa común.
Nuestro tiempo está marcado por realidades muy diversas: ciudades inmensas con jóvenes que viven en soledad, migrantes que huyen del dolor, pueblos originarios que buscan ser reconocidos, ambientes digitales donde muchos buscan sentido y también diversos contextos donde la fe parece apagarse. Allí está el campo misionero hoy. Y en todos ellos, el anuncio de Jesús debe hacerse cercano, humano, creíble.
Por eso, ser misionero hoy implica aprender nuevas formas de presencia: en la escuela, en redes sociales, en hospitales, en el acompañamiento de adolescentes, en el cuidado de la casa común. Como dice el jesuita Christoph Theobald, se trata de un estilo. En ese sentido, me parece que la misión compromete a la Iglesia en la escucha, la llama a descentrarse, a ponerse en camino, como tantas veces pidió el recientemente fallecido Papa Francisco. La hospitalidad debe ser recíproca. No basta con constituirse en un hospital de campaña. El misionero o misionera es también un hombre o mujer frágil que necesita ser acogido con sus límites y vulnerabilidades.
Por eso me parece bueno señalar que también el misionero necesita ser acompañado. El cansancio, la soledad, las crisis personales y familiares son parte de la realidad. Cuidarse no es egoísmo, sino parte de la fidelidad a la vocación. Y, sobre todo, es fundamental que nuestras comunidades sean espacios donde podamos ser contenidos, discernir juntos y compartir la complejidad de la misión.
Finalmente, ser misionero hoy es, ante todo, vivir la caridad como libertad. No como imposición, sino como don. No como una tarea que aplasta, sino como una pasión que enciende. Es creer que el Reino de Dios ya está brotando, incluso en lo más pequeño, incluso en nosotros. Pero, ¿cómo hacer esto? El Papa Francisco decía: “La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción” (Evangelii Gaudium, 14), y esa atracción es el testimonio.
Y tú, ¿te sientes misionero dónde estás? ¿Quieres compartir con otro la alegría de anunciar a Jesús? ¿Cómo crees que te puedes hacer misionero en el día a día?