Agosto es el mes de la solidaridad y el Padre Hurtado es el santo chileno que nos recuerda íntegramente este valor. De tiempo en tiempo, las catástrofes del país –terremotos o inundaciones– hacen que emerja el rostro oculto de los más pobres y vulnerables de nuestra patria. Solemos responder con generosidad frente a las necesidades de quienes padecen esos desastres. Nos llena de orgullo que seamos capaces de conmovernos y actuar con prontitud en esas circunstancias. Chile es un país solidario, decimos.
Si no vivimos la solidaridad dentro de nuestras comunidades, no seremos capaces de nutrir con un sentido de solidaridad los otros espacios que habitamos.
Pero sabemos que la solidaridad es un gran desafío. En tiempos de individualismo, vivimos en la ficción de que nos bastamos a nosotros mismos, que somos los agentes autosuficientes de nuestros proyectos, que todo depende de nuestros esfuerzos. Vivimos exigiendo nuestros derechos y que sean recompensados nuestros méritos. Sin la convicción de ser hermanos y hermanas, nos creemos llaneros solitarios. O peor, lobos en medio de lobos.
La pandemia, por su parte, nos ha recordado, dramáticamente, que todo el planeta está vinculado, que dependemos unos a otros, que cuidamos a los otros cuidándonos a nosotros mismos. La crisis socioambiental es también una toma de conciencia de que del cuidado de nuestra casa común depende la vida del planeta y de las futuras generaciones. Todos conectados, todos vinculados, solidarios unos con otros. Así, estas experiencias muchas veces dramáticas nos abren a un espíritu solidario.
Cuando prima la lógica de la solidaridad vivimos agradecidos de las comunidades que nos han alimentado, reconocemos el tejido social, recuperamos los vínculos que nos permiten aportar al bien común. La idea de solidaridad es el suelo, el soporte, que requieren nuestras sociedades y comunidades. Por eso no se puede desligar la solidaridad ni del amor ni de la justicia. Al mismo tiempo que es un deber, una responsabilidad por el otro que se nos exige, es un acto de amor, pleno de gratuidad, de generosidad. El pueblo de Israel sabe que para cumplir la alianza con Dios debe preocuparse “del huérfano, de la viuda y del extranjero”. Solidaridad se conjuga muy bien con fraternidad, que es el tema de la última encíclica del Papa Francisco, Fratelli tutti (2020), sobre la fraternidad y la amistad social.
Como comunidades cristianas, tenemos una responsabilidad muy grande con nuestro país en fortalecer este sentido de solidaridad. Un primer paso pasa por fortalecer el sentido de solidaridad en nuestras comunidades. Si no vivimos la solidaridad dentro de nuestras comunidades, no seremos capaces de nutrir con un sentido de solidaridad los otros espacios que habitamos. Algunas preguntas nos pueden ayudar para mirar cómo estamos viviendo la solidaridad en nuestras comunidades.
Una forma concreta de profundizar nuestro sentido de gratitud es, como lo sugiere Ignacio de Loyola en la Pausa Ignaciana, comenzar dando gracia por “tanto bien recibido”.
¿Cómo vivimos la gratitud? ¿En qué medida somos conscientes que de alguna manera “todo es gracia”, que todo lo que tenemos es un don? Una forma concreta de profundizar nuestro sentido de gratitud es, como lo sugiere Ignacio de Loyola en la Pausa Ignaciana, comenzar dando gracia por “tanto bien recibido”. Podemos agregar, especialmente por el regalo de los demás. ¿Cómo ese sentido de gratitud lo expresamos en un corazón generoso abierto y acogedor de la necesidad de los demás? ¿Cómo trabajamos para construir comunidades agradecidas y generosas? ¿Cómo esta vivencia de la solidaridad en nuestras comunidades se expresa en nuestro aporte al bien común? ¿Cómo hacemos carne lo que resume magistralmente Juan Pablo II en Sollicittudo Rei Socialis?: la solidaridad no es “un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común: es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”.