La expresión máxima del amor de Dios para con la humanidad es el misterio de la encarnación de su Hijo unigénito, Jesucristo, quien se ha hecho verdadero ser humano y hermano nuestro, para compartir con nosotros la vida divina. Esta verdad es la que como Iglesia celebramos en Adviento y Navidad, por cuanto la comunidad seguidora y convocada por Jesús está llamada a amarse como el mismo Cristo la amó. El triunfo del amor de Dios nos anima como Iglesia peregrina que busca la comunión plena con Dios unida al gozo de la Iglesia triunfante en el amor auténtico que brota de Dios.
Sin embargo, hoy en día, hacer mención de la Iglesia triunfante como una dimensión eclesial significativa pareciera tener sus dificultades de comprensión de esta índole escatológica, particularmente en el contexto de una sociedad contemporánea que acentúa rasgos cada vez más inmanentes que parecieran negar la trascendencia. En efecto, ¿cómo meditar sobre una Iglesia triunfante en medio de una sociedad fragmentaria e individualista que deposita sus esperanzas en lo efímero?
El triunfo del amor de Dios nos anima como Iglesia peregrina que busca la comunión plena con Dios unida al gozo de la Iglesia triunfante en el amor auténtico que brota de Dios.
Por otra parte, la misma Iglesia se ha constituido en objeto de críticas por cuanto algunos de sus miembros no han sido testimonio del amor de Cristo. Tal vez en medio de este panorama surja la impresión de que estemos en una profunda crisis o un fracaso de las comunidades seguidoras de Jesús. No obstante, la dimensión triunfante de la Iglesia ha de ser siempre comprendida desde la entrega amorosa de Jesucristo, pues solo el amor verdadero es capaz de triunfar ante las carencias y pobrezas del ser humano cuando éste se aleja de su vocación originaria de amar como lo hizo Jesús, sin límites. En efecto, solo el amor es capaz de purgar las acciones egoístas que no nos permiten crecer en el encuentro fraterno con los otros; solo “el amor del Padre que nos sostiene y nos promueve, manifestado en la entrega total de Jesucristo, vivo entre nosotros, que nos hace capaces de afrontar juntos todas las tormentas y todas las etapas de la vida” (Papa Francisco, Amoris Laetitia, n° 290).
Por eso, en el ámbito cristiano lo “triunfante” que comúnmente hace mención al triunfo, o victoria, debe ser revertido del lenguaje cotidiano de una sociedad exitista e individualista donde cada persona se esfuerza por llegar a la cumbre de sus metas laborales y profesionales a cualquier costo, sin necesariamente velar por el destino de los demás. Por el contrario, en el lenguaje eclesiológico y cristiano, “lo triunfante” de la Iglesia apunta a la victoria de Cristo que es el triunfo del amor de Dios, un amor radical y sin límites que a diferencia de los triunfos terrenales apela a la preocupación por los otros, que son mis hermanas y mis hermanos. En definitiva, solo el triunfo del amor de Dios se constituye en el horizonte de plenitud para la Iglesia peregrinante, que camina a la espera de lo definitivo. La Iglesia triunfante es el gozo que experimentan la gloria de quienes han vivido conforme al amor de Dios y gozan de su comunión.
Solo el amor verdadero es capaz de triunfar ante las carencias y pobrezas del ser humano cuando éste se aleja de su vocación originaria de amar como lo hizo Jesús, sin límites.
San Pablo nos recuerda que el “amor no pasará jamás” (1 Cor 13,8), lo demás terminará, pero solo el amor perdura. Así, peregrinamos en este mundo, en medio de las vicisitudes, pero siendo fieles a la vocación de ser signos del amor de Dios, en un caminar fraterno, discerniendo los signos de los tiempos y construyendo sinodalidad en la vivencia del Evangelio. Solo así se podrá alcanzar la consumada plenitud en la gloria celeste, en donde quien es el Amor supremo secará nuestras lágrimas, y no habrá dolor ni muerte (Ap 21,4). En este sentido es muy sugerente el título de la obra del teólogo Hans Urs von Balthasar, “Solo el amor es digno de fe”, porque solo el amor de Dios, en nuestra condición de Iglesia peregrinante, nos purifica de aquello que no es signo de la comunidad de los discípulos de Cristo. Que el amor de Cristo nos mueva al anhelo de la Iglesia triunfante en donde reinará el amor de Cristo, nuestro Redentor. Conviene que siempre nos preguntemos ¿cuán dispuesto estamos de ser signos o testigos del amor de Dios en nuestras comunidades o entorno? ¿Qué es lo que me impide vivir como testigo del amor auténtico de Cristo?