Recuerdo de joven con especial alegría la llegada de las vacaciones que a unos nos permitía compartir en el mes de enero trabajos de verano y misiones en sectores vulnerables, algo que se sigue viviendo hoy. Ya que, sin importar el tiempo, compartir con hermanos que no han tenido las mismas posibilidades que uno nos daba la posibilidad de comprender nuevas realidades y mirar con esperanza la vida misma. Ellos nos enseñan un camino, que muchas veces no somos capaces de ver. Esto nos hacía regresar con el corazón lleno a casa, permitiéndonos compartir la fe en Jesucristo en la vida ordinaria, haciendo extensivo este tiempo a amistades que duraban toda la vida.
En esos años, la visita a Chile del papa San Juan Pablo II nos animó a continuar con esta tarea: “No traigo ni plata ni oro, pero vengo a anunciar en nombre de Jesucristo, que el Padre ha querido revelar primero la esperanza del Reino a los pobres y los sencillos”, y agregaba: “Los pobres no pueden esperar”. Estas palabras movieron a muchos jóvenes para buscar aliviar con una respuesta concreta estos dolores, pero quizás a algunos las responsabilidades adultas no nos llevaron siempre por este camino.
¿Cómo perseverar en la tarea y animar hoy a los nuevos jóvenes en esta cruzada? Jóvenes que han participado de un encuentro así y que buscan dar respuesta al llamado que Jesús les hace a cada uno mediante estas experiencias. Pienso que el encuentro es fundamental, el testimonio, la vida de los sacramentos, el encuentro personal con los más pobres donde también habita Jesucristo, en tantos rostros y manos dolorosas. Ahí se generan muchas vocaciones para estudiar y vivir la Doctrina Social de la Iglesia, pues ello no es una misión solo de políticos o empresarios, sino que es algo que nos exige a nosotros mismos, es dar nuestra vida en la esperanza que es posible un mundo más justo y fraterno, nuestros propios problemas nos impiden ver en el compañero de trabajo, en nuestros jefes o incluso en nuestra familia a un prójimo que necesita de nuestra ayuda.no es una misión solo de políticos o empresarios, sino que es algo que nos exige a nosotros mismos, es dar nuestra vida en la esperanza que es posible un mundo más justo y fraterno, incluso en medio de los dolores y fatigas de nuestra existencia, a pesar de las guerras y las divisiones del mundo moderno.
No es una misión solo de políticos o empresarios, sino que es algo que nos exige a nosotros mismos, es dar nuestra vida en la esperanza que es posible un mundo más justo y fraterno.
En la medida que este encuentro personal con Jesucristo, presente en los más pobres, nos transforme desde nuestro interior, para una entrega generosa a los demás desde nuestras propias responsabilidades, pagando un salario justo que alcance para las necesidades de la familia pero procurando a su vez la sostenibilidad de la empresa, buscando generar un ambiente de fraternidad, colaborando con el trabajo de los demás y promoviendo la amistad fraterna en asociación de los trabajadores según fuera la realidad de cada uno, (entre otras cosas,) encontraremos plenitud en el servicio al que Jesús no invita, que viene dado por el amor.
Para ello debemos discernir diariamente iluminados por la fe, pero valiéndonos también de los signos de los tiempos, tantas materias de orden temporal que aquejan a Chile, nuestra casa común.
En ese sentido, nuestro testimonio de vida, vivido de la mano de Jesús, nos permitirá llevar a la práctica la Doctrina Social de la Iglesia, que inspiró a tantos como a San Alberto Hurtado, quien siempre incentivó a todos a ponerse en el lugar de Cristo. Sin embargo,
Nuestros propios problemas nos impiden ver en el compañero de trabajo, en nuestros jefes o incluso en nuestra familia a un prójimo que necesita de nuestra ayuda.
El papa Francisco nos exhortó en la Jornada Mundial de los Pobres a “ver a los pobres no como imágenes para conmover sino personas que exigen dignidad”, que las palabras del papa motiven a los jóvenes de hoy, en la continuidad del mensaje cristiano, a buscar nuevas soluciones a un problema permanente de hambre y de sufrimiento de tantos hombres y mujeres en el mundo y en las periferias de nuestras propias ciudades. Que el amor de Jesucristo nos lleve a ayudar al otro en lo que necesita, siendo instrumentos de la misericordia de Dios, para ejercer el bien común y devolver la dignidad a tantas personas que han perdido la esperanza y que están necesitadas de Jesucristo y testimonio de la Buena Nueva. Así, a ejemplo de las primeras comunidades cristianas, que nuestro testimonio nos haga misioneros de este mensaje y muestre la verdad a otros.
Que Dios nos dé la gracia de ser instrumentos, para que mediante nosotros regale alegría y consuelo a esa porción del mundo que nos rodea y que puede cambiar. ¿Qué estoy haciendo yo por ayudar a los pobres, más cercanos, en mi familia, trabajo, parroquia y cómo mi participación en la sociedad colabora a que las políticas sociales se encuentren inspiradas en el Evangelio? ¿Cómo podemos vivir desde nuestras comunidades parroquiales más la caridad evangélica?