Hay palabras difíciles. No solo de comprender, sino que también de vivir. A todos nos cuestan algunas. Palabras como perdón, justicia, y misericordia nos llevan tiempo. El seguimiento de Jesucristo nos propone también otras de estas palabras difíciles: sacrificio, ascesis –entrenarnos en dar espacio a Dios y a los demás– y mortificación. Aunque espontáneamente parecen hablarnos de renunciar y suprimir, en realidad apuntan a la perfección en el amor. Quieren ser un gran entrenamiento en el amor.
Sacrificarse es darse sin esperar nada a cambio, reconociendo el carácter sagrado de esa donación.
El significado profundo del sacrificio es hacer sagradas las cosas. No porque sean profanas o impuras. Se trata, más bien, de recuperar el sentido sagrado de nuestras relaciones y de lo que hacemos todos los días. San Pablo nos invita a ofrecernos como un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (Rm 12, 1). Nuestra rutina diaria y nuestras ocupaciones cotidianas son sagradas. Nuestros lazos familiares y de amistad son sagrados. La interacción en nuestros barrios y en la ciudad es sagrada. Son siempre una ocasión para entregar gratuitamente sin esperar un aplauso, una recompensa o algo a nuestro favor. Este es el sacrificio que realiza Jesucristo durante toda su vida y que recordamos especialmente en cada eucaristía. Es también uno de los sentidos de las palabras de la consagración: “hagan esto en memoria mía”. Sacrificarse es darse sin esperar nada a cambio, reconociendo el carácter sagrado de esa donación.
La ascesis, por su parte, apunta a prácticas concretas. Originalmente significa entrenamiento o ejercicio del cuerpo y de la mente. Podemos comprenderla como un entrenamiento en el amor. Y si se puede entrenar, quiere decir que el amor no se reduce a un sentimiento o a una emoción. Solo así se entiende que se nos pida amar al enemigo (Mt 5, 44). Bíblicamente el amor es buscar el bien de la otra persona siempre y en todo momento. Dios nos ama, y quiere siempre nuestro bien. El amor no se puede forzar ni comprar, pero se puede ejercitar. La ascesis es entrenarnos a través de actos concretos en buscar siempre el bien de los demás anteponiéndolo a la condena, la discriminación, el daño, la indiferencia, o el olvido. El mandamiento que nos da Jesús adquiere así una profundidad nueva: ámense unos a otros como yo los he amado (Jn 13, 34).
La clave de la mortificación cristiana es que siempre se orienta a dar vida y no meramente a la perfección personal.
La palabra mortificación parece incluir en sus letras a la muerte. Y tiene razón, porque no hay plenitud de vida sin alguna forma de renuncia. El Evangelio lo dice de muchas maneras que ciertamente no son un juego de palabras: perder para salvar, morir para vivir, ser último para ser primero. Jesús proclama que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto (Jn 12, 24). Y también afirma que a Él nadie le quita la vida, sino que la entrega libremente (Jn 10, 18). Abundan los ejemplos cotidianos en los que una persona está dispuesta a posponer, evitar, o incluso padecer con tal de lograr un objetivo mayor. La deportista que se entrena y el músico que practica. No obstante, la clave de la mortificación cristiana es que siempre se orienta a dar vida y no meramente a la perfección personal. Este es el sentido de una muerte que produce fruto, y de la vida abundante que nos quiere regalar Jesús (Jn 10, 10).
Aunque nos lleven tiempo y sean palabras difíciles, el sacrificio, la ascesis, y la mortificación, son palabras de vida y plenitud. ¿Qué lugar tiene el sacrificio en mi vida? ¿Cómo puedo entrenarme mejor en el amor? ¿A qué quisiera morir o renunciar para dar vida?