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Corpus Christi. Cristo vive en medio de nosotros

“El conocimiento y amor de Dios sólo se pueden ganar a través de una relación constante y confiada con él; la manera más segura es a través de una vida eucarística”(Edith Stein, Conferencia “El valor específico de la mujer en su significado para la vida del pueblo”, Obras Completas IV, 87).

Entender no era el punto

José Antonio Soto A.

Año VII, N° 183

viernes 13 de junio, 2025

El amor del padre es incondicional, no importa si estuviste lejos o lo ignoraste, el padre está ahí para escuchar, perdonar y abrazar al hijo perdido, que necesita de su misericordia para reemprender el camino.

—Hola, IA. ¿Me ayudas a escribirle una carta a mi papá?
—Claro —respondió—. Pero necesito saber algunas cosas.
¿Qué admiras de tu papá?
—Su esfuerzo, resiliencia y energía.
—¿Alguna anécdota especial?
—Me enseñó a andar en bicicleta, a madrugar y trasnochar.
—¿Y qué le agradecerías?
—Gracias

Cerré la pantalla. Me molesté con la IA y con lo predecible que se estaba tornando esta conversación. Iba derechito a una “carta perfecta”, pero si hay algo que no fue perfecta fue la relación con mi padre. Había partido mal… me salí del programa de IA, puse música, cerré los ojos y me senté a recordar.

También le digo a mis hijos que a veces no tengo respuestas, pero sí abrazos. Que hay silencios que enseñan más que los discursos y que hay miradas que protegen sin prometer nada.

Ahora puedo escribirte, papá, porque al ser padre empiezo a ver todo distinto. Recuerdo mis reclamos, mis juicios, tus enojos, tus silencios. Recuerdo esa frase tuya: “cuando seas padre, entenderás”. Y, la verdad, es que aun no entiendo mucho. ¡Chanfle!… yo otra vez racionalizando, escaneando mis recuerdos con un manual de instrucciones, como la IA, buscando entre lo bueno o lo malo.

¿Entiendo yo lo que está bien y lo que está mal? Tal vez sí, pues me creo de ese grupo de los “hijos buenos”, que siempre nos molestamos con la parábola del hijo pródigo. La del padre que recibe con los brazos abiertos al hijo carretero, como si nada. A nosotros, los “hijos buenos”, que -según nosotros- no nos hemos equivocado, nos molesta esta historia. Pero… si me pongo en el lugar del padre -mirando hoy a mis tres hijos-, estoy seguro de que haría todo por “este hijo mío que estaba muerto y ha vuelto a la vida” (Lucas 15,32). “Pero convenía celebrar una fiesta, y alegrarse, porque este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado”. ¡Cómo cambia la mirada desde donde uno está! El amor del padre es incondicional, no importa si estuviste lejos o lo ignoraste, el padre está ahí para escuchar, perdonar y abrazar al hijo perdido, que necesita de su misericordia para reemprender el camino.

Del Papa Francisco escuché que esta casa común no es un problema que se resuelve, sino que un misterio que se contempla con amor. Mi familia, papá, es esa casa y tú también fuiste ladrillo, cimiento y refugio.

Ahora, no sé si le estoy escribiendo una carta a mi padre o conversando con mis hijos. En fin… no se entiende. Se siente.

Nadie entiende el temblor de mi mano cuando sostengo la de mis hijos; menos entenderá el orden de los perritos para colgar ropa del tarrito para lápices de mi oficina. A veces mis hijos me miran como yo te miraba a ti: buscando respuestas y solo tengo presencia, como tú la tuviste.

Hoy no busco entenderte; más bien, y sobre todo, busco sentirte.

Una canción noventera decía que a los hijos “no basta con llevarlos a la escuela a que aprendan, porque la vida cada vez es más dura, ser lo que tu padre no pudo ser”. Y es cierto. No basta. Pero ahora sé que estar, aunque no baste, también es amar.

También le digo a mis hijos que a veces no tengo respuestas, pero sí abrazos. Que hay silencios que enseñan más que los discursos y que hay miradas que protegen sin prometer nada.

Recuerdo esa vez que no dijiste nada cuando me equivoqué, porque sabías que el dolor era ya suficiente lección. Hoy, como padre, quiero ser digno de ese modelo. No para repetirlo, sino para transformarlo. Para que mis hijos no me teman, sino que me busquen. Para que no me entiendan del todo, pero sí me sientan cerca.

Del Papa Francisco escuché que esta casa común no es un problema que se resuelve, sino que un misterio que se contempla con amor. Mi familia, papá, es esa casa y tú también fuiste ladrillo, cimiento y refugio.

Papá, te escribo para decirte que ya no te juzgo. Que te agradezco. Que te abrazo. Y que te veo con los ojos del hijo que fui y con el corazón del padre que soy.

Y, a mis hijos, les escribo sin saber si me entenderán, pero quizás un día sientan. Y eso, como bien sé ahora, será suficiente.

¿Con qué personaje de la parábola del hijo pródigo te identificas hoy: el “hijo malo” que se fue, el “hijo bueno” que se quedó, o el “padre presente” que espera?

¿Cuándo fue la última vez que le preguntaste a tu padre/hijo “qué te hace feliz”?

“Es verdad que tú debes ser «compañero» de tu hijo, pero sin olvidar que tú eres el padre. Si te comportas sólo como un compañero de tu hijo, esto no le hará bien a él”.

Papa Francisco. Audiencia general, 28 de enero de 2015.

José Antonio Soto A.
Académico de la Facultad de Comunicaciones de la Pontificia Universidad Católica de Chile

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