En el relato de Mateo, San José, el buen padre, fue el adecuado compañero de María, y fue gracias a ellos que la vida terrena de Jesús transcurrió sin demasiados sobresaltos hasta su edad adulta. La Sagrada Familia es un paradigma del cuidado que cada integrante asume respecto de los demás. Lo fue cuando huyen a Egipto para salvar la vida de Jesús; cuando en silencio y obediencia cuidaron de Él aun cuando se iban enterando de a poco que en algún momento los dejaría para ocuparse de las cosas de su Padre; y cuando Jesús deja a María al cuidado de su mejor amigo antes de morir en la Cruz.
La familia ha constituido siempre el lugar propicio para la acogida, protección y defensa de la vida, que crea en torno a sí un ámbito de intimidad necesario para el nacimiento y cuidado de los hijos, pero también para la vivencia de una auténtica humanidad para todos sus miembros, que permite experimentar y reafirmar nuestro valor y dignidad.
Tal como nos señala la exhortación apostólica Amoris laetitia, comprendemos la familia como una amplia red de relaciones, es decir, una “familia ampliada, donde están los padres, los tíos, los primos, e incluso los vecinos” (AL, 187). Esta definición implica –como lo hace todo el documento– ampliar la mirada, para incluir en la definición de familia no solo la familia nuclear, sino la familia alargada, como Francisco lo ha corregido. En ese sentido, la familia es el antídoto a la soledad que arrecia en las sociedades modernas, y constituye el aprendizaje primero de la fraternidad y la solidaridad.
No se ha de olvidar que la familia nace del “sí” responsable y definitivo de un hombre y de una mujer, y vive del “sí” consciente de los hijos que poco a poco van formando parte de ella.
El cuidado de otros no es sólo instintivo, proviene del reconocimiento de la dignidad de otro que ha sido puesto frente a mí, por vínculos de sangre o de elección voluntaria, un otro ante quien no puedo permanecer impasible frente a sus necesidades, sino ante quien movilizamos nuestra capacidad de proteger, nutrir, cobijar, amar. Para prosperar, la comunidad familiar necesita el consenso generoso de todos sus miembros y del compromiso permanente frente a un otro.
La tarea de cuidar se desarrolla naturalmente en el seno de la familia, y no se ha de olvidar que la familia nace del “sí” responsable y definitivo de un hombre y de una mujer, y vive del “sí” consciente de los hijos que poco a poco van formando parte de ella. Frente al hijo, paternidad y maternidad son, en este sentido, necesarias, complementarias y recíprocas. Amoris laetitia nos recordó que la idéntica dignidad entre el varón y la mujer nos debe llevar a remover antiguas formas de discriminación en las labores de crianza y cuidado de los hijos, promoviendo en el seno de las familias un ejercicio de reciprocidad. Cuando la tarea deja de ser corresponsable, la crianza y el cuidado suele recaer en la madre, las cifras de jefaturas de hogar femenino en hogares monoparentales así lo demuestran.
Afortunadamente, la fortaleza de la familia trasciende las dificultades y los vínculos perdidos, si bien “la ausencia del padre marca severamente la vida familiar, la educación de los hijos y su integración en la sociedad” (Amoris laetitia, 55), la presencia y el amor de otros vínculos redime el daño de los afectos faltantes, así abuelos, hermanos, primos, amigos también cobijan a la fragilidad de la vida.
En tiempos en que el individualismo arrecia, más que nunca debemos preguntarnos por nuestro aporte a una nueva cultura familiar.
Toda esa profunda humanidad que se despliega en las dificultades es también un aprendizaje para las nuevas generaciones, que ven cómo una madre sola sale adelante con los suyos, cómo los hermanos mayores colaboran en la tarea de criar y cuidar el hogar, es allí cuando comprendemos que parte de la experiencia de cuidar es descubrir mi propia fragilidad e imperfección. Cierto es que, al final del día, todos necesitamos apaciguarnos en el rostro de quien nos ama, porque todos necesitamos ser cuidados.
En tiempos en que el individualismo arrecia, más que nunca debemos preguntarnos por nuestro aporte a una nueva cultura familiar, en que el acuerdo sea cuidar desde la corresponsabilidad, con nuestras propias capacidades y carencias, por el bien de quienes amamos, para dejar huella en ellos, descansando en la seguridad de que hay otro que nos cubre y que es igual de partícipe porque ha descubierto la belleza de esa entrega recíproca.
Cabe entonces preguntarnos con periodicidad: ¿estoy consciente del aporte particular que ambos padres realizamos a la vida de nuestros hijos? ¿Expreso al otro el valor que significa para mí su participación en el cuidado de nuestra familia? ¿Me gustaría mejorar algún aspecto de mi contribución o de la contribución del otro? ¿Cómo hacemos que todos los miembros de la familia se sientan responsables y partícipes de las tareas hogareñas?