La ciudadanía es un espacio en donde todos nos podemos encontrar como iguales: todos somos ciudadanos. Niños o adultos, hombres o mujeres, nacidos aquí o en otro lugar, somos ciudadanos en tanto tenemos ciertos derechos fundamentales: a la vida, a la salud, a un techo digno, a expresarnos, a participar de las decisiones que repercuten sobre nuestras vidas.
Parte esencial de la ciudadanía es el reconocimiento: reconocer, en lo profundo, que el otro es igual a mí en dignidad y derechos. Que pese a todas las diferencias que podamos tener, es un ciudadano, igual que yo.
Necesitamos reconocer que hay un espacio en que nadie es más importante, y en que todos somos valiosos y necesarios.
Somos muy diferentes. Tenemos experiencias muy distintas, y saberes muy diversos. Por esto, encontrarnos como iguales en lo ciudadano es un esfuerzo. La segregación de nuestras ciudades y escuelas colabora en esto: no solo somos distintos, sino que muchas veces ni siquiera nos vemos. La forma en que circula la información hoy en día, a través de redes sociales en que nos encontramos más entre iguales que con otros distintos, enfatizan en las diferencias más que en las cosas que nos unen. A veces parece que no tenemos absolutamente nada en común con quienes piensan distinto o llevan vidas muy lejos de la nuestra. La crítica, la burla, y la violencia aparecen como el camino más común, o incluso el más razonable frente a diferencias que nos parecen irreconciliables. Precisamente por eso necesitamos reconocer que hay un espacio en que nadie es más importante, y en que todos somos valiosos y necesarios. No podemos conformar una sociedad desde nuestras vidas individuales, tampoco desde nuestro grupo de amigos y conocidos. Solo podemos hacer sociedad juntos, desde nuestras diferencias.
El Papa Francisco, en su discurso desde la Pontificia Universidad Católica de Chile, nos impulsa precisamente a esta misión: “a buscar espacios recurrentes de diálogo más que de confrontación; espacios de encuentro más que división; caminos de amistosa discrepancia, porque se difiere con respeto entre personas que caminan en la búsqueda honesta de avanzar en comunidad hacia una renovada convivencia nacional. También nos dice como lograr generar esta conversación entre personas tan diferentes: para reconocernos y valorarnos, necesitamos integrar armónicamente el intelecto, los afectos y las manos, es decir, la cabeza, el corazón y la acción”.
Para reconocernos y valorarnos, necesitamos integrar armónicamente el intelecto, los afectos y las manos, es decir, la cabeza, el corazón y la acción”.
Podemos encontrarnos con el otro trabajando juntos, experimentando un mismo problema, estudiando. Otras veces hemos vivido una vida completamente separada, alejada de la realidad de los otros, pero aun cuando pensamos que no tenemos nada en común, podemos empatizar, porque quizás alguna vez sentimos algo parecido. Debemos recordar que ese otro, en algún punto, en su dignidad y derechos, es un otro yo, creado a imagen y semejanza de Dios, ante Quien todos somos iguales. Desde esta perspectiva de fe, necesitamos poner a disposición cabeza, corazón y manos para tender puentes de encuentro respetuoso, y espacios compartidos en que nos podamos conocer y tejer experiencias comunes.
Este año estamos comenzando en Chile una conversación sobre lo que somos y queremos ser. Más que nunca, vemos con claridad las diferencias que nos separan, y necesitamos ser capaces de encontrar puntos en común, un espacio propiamente de ciudadanía. Dialogar, para que, como dice san Juan Pablo II, “triunfe el respeto de los derechos y de las necesidades de todos, especialmente de los pobres, los marginados y los indefensos”. ¿Reconocemos realmente al otro como un ciudadano, como otro yo? ¿Estamos poniendo cabeza, corazón y manos en pos de lograr una convivencia más armónica? ¿Dejamos que Cristo nos ilumine y conduzca en la búsqueda de un diálogo respetuoso y fecundo con todos los ciudadanos de buena voluntad?