En Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, la constitución pastoral promulgada por Pablo VI en diciembre de 1965 como resultado del Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica fue clara cuando asentó: “El curso de la historia presente es un desafío al hombre que le obliga a responder”. Una frase que no solo refleja que se hizo cargo de la situación de la humanidad y de la Iglesia en relación con los problemas existentes entonces, también de la noción siempre vigente en su prédica sobre la obligación de conocer la historia.
A la historicidad, a la sustancia temporal de la condición humana, había recurrido Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio en octubre de 1962. Entonces fue directo cuando, censurando a los “profetas de calamidades” de los “tiempos modernos”, que se comportaban “como si nada hubieran aprendido de la historia”, ratificó que ella “sigue siendo maestra de la vida”.
Como en otros momentos de crisis e incertidumbre, en 2020 el conocimiento del pasado volvió a transformarse en una referencia indispensable para orientar y tratar de comprender la pandemia que se propagó por todo el mundo. El reconocido activista y artista disidente chino Ai Weiwei aludió al papel de la historia en estas circunstancias con una frase estimulante: “Nuestra inteligencia se basa en cuán rápido y cuán bien aprendemos del pasado y cuánto nos permite anticipar el futuro”.
Concebida de una manera comprensiva y aplicada al estudio de nuestro pasado, la historia se transforma en un instrumento privilegiado para nuestra sociedad.
A partir del conocimiento reflexivo del pasado, superando la crónica y la narración, aunque obviamente considerando lo efectivamente ocurrido, la historia pretende ofrecer una explicación, un sentido, una interpretación fundada y significativa. Se trata de apreciarla como una experiencia valiosa, tanto por lo que pueda significar saber qué pasó efectivamente, alejándonos así del mito, la leyenda y, sobre todo, de la falsedad; como por la posibilidad de adquirir una facultad, una capacidad, que es como debe considerarse el pensamiento histórico y crítico; una competencia útil, necesaria e imprescindible para vivir en comunidad y en libertad.
La historia sobre Chile, por ejemplo, al ilustrar sobre diversos procesos que han condicionado nuestro desenvolvimiento como sociedad, pretenden contribuir a la compresión de la realidad y, por la experiencia intelectual que ellas puedan significar, a formar a las personas como sujetos aptos para asumir los derechos que la libertad y la ciudadanía hacen posible. Pero también debería aspirar a que comprendamos las responsabilidades que ellas traen consigo. Entre otras razones, porque la historia ejemplifica el valor de la empatía y, por lo tanto, enseña la consideración y el indispensable respeto que merecen los derechos de todos y todas.
Concebida de una manera comprensiva y aplicada al estudio de nuestro pasado, la historia se transforma en un instrumento privilegiado para nuestra sociedad. Pues a través de ella se puede promover un objetivo permanente, del cual hacen profesión de fe todos quienes constituyen nuestra comunidad, esto es, la existencia de una sociedad republicana. La democracia, que sin embargo debe cultivarse pues, como sabemos, se puede perder.
Si tenemos presente que la historia no es un fin en sí mismo o una evocación romántica hacia el pasado, sino que un instrumento para conocer y comprender la realidad en que nos desenvolvemos, podremos valorar su conocimiento como un elemento esencial para construir nuestra vida en sociedad, transformándola en experiencia válida que se proyecta hacia el futuro. Una concepción que la Iglesia Católica también comparte cuando en Gaudium et Spes asienta, que en “su peregrinar hacia el Reino del Padre… reconoce los muchos beneficios que ha recibido de la evolución histórica del género humano… y exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales”.
El conocimiento histórico y su comprensión facilitan el juicio de los individuos sobre los tiempos que les tocan vivir.
Así, no sólo seremos fieles al sentido de la historia hoy y a la responsabilidad que como integrantes de una comunidad democrática tenemos; además, estaremos cumpliendo con preceptos básicos como lo son la idea de la continuidad histórica de la humanidad y la responsabilidad de ejercer el discernimiento respecto del mundo en el que nos desenvolvemos.
Para la mayor parte de quienes cultivamos la historia, nociones como las señaladas son las que permiten sostener que el conocimiento histórico y su comprensión facilitan el juicio de los individuos sobre los tiempos que les tocan vivir. De ahí la “obligación de conocer la historia”, no solo de quienes se dicen cristianos, sino que de cualquier persona que aspire a ser libre para enfrentar los desafíos de la modernidad pues, en definitiva, ¿cómo responder a ellos si no se conoce la historia?