El momento actual y la vida cotidiana se han vuelto difíciles, complejos, incluso arduos. Mantener un sano equilibrio junto con la muy invocada salud mental constituyen ya un piso mínimo necesario y constantemente desafiado. No obstante, la invitación del Evangelio es no solo a vivir con equilibrio o con un genérico bienestar material, sino a vivir alegres: la santidad como camino de alegría. Así lo anuncia Jesús en las bienaventuranzas: Bienaventurados los pobres de espíritu, los humildes, incluso los que lloran (Mt, capítulo 5). La invitación a la santidad así entendida es recogida, meditada y ofrecida por el Papa Francisco en su Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate (“Gocen y exulten”). En esta carta, el Papa nos explica que no se trata de que se vayan las dificultades o que desaparezcan los momentos tristes y dolorosos: los santos cristianos a lo largo de los siglos así lo atestiguan. Ahora bien, ¿cuál es la motivación de esta alegría? La Biblia nos ofrece varias pistas. Una de estas es la siguiente:
Somos llamados a ser nosotros los santos que inspiren hoy, porque en nosotros debiera relucir la dicha de vivir desde la relación fundamental con el Señor.
“El Espíritu del Señor me ha enviado a predicar la buena nueva a los abatidos y sanar a los que tienen corazón quebrantado; para anunciar la libertad a los cautivos y la liberación a los encarcelados […] y para consolar a los tristes” (Isaías 61,2-5): la santidad depende de este anuncio desbordante, misterioso y fascinante. No se trata, por lo tanto, de un esfuerzo para responder a una serie de ideas buenas y bonitas, sino de reconocerse en una relación única, personal y comunitaria con este anuncio, con el don de esta cercanía amorosa y cuidadora. En este anuncio se muestra la inmensidad del bien junto con la presencia misma de Dios en medio de nosotros, ambas reunidas para regalarnos la alegría del amor.
La invitación del Evangelio es no solo a vivir con equilibrio o con un genérico bienestar material, sino a vivir alegres: la santidad como camino de alegría.
Este don “se presenta como una exigencia, como una exhortación a una vida ascendente” (Padre Perrin, El evangelio de la alegría, p. 75); es decir, brota de la responsabilidad de saberse en una relación de amistad con Dios mismo y entonces surge la pregunta de qué disponibilidad dejamos para percibir esta alegría y si somos conscientes de la alegría que implica participar en los sacramentos o podemos experimentar en la oración. Al fin y al cabo, somos llamados a ser nosotros los santos que inspiren hoy, porque en nosotros debiera relucir la dicha de vivir desde la relación fundamental con el Señor. ¿Qué implica responder a este anuncio de santidad en nuestras vidas ajetreadas y digitalizadas? Acoger esta noticia es un paso. Ahora bien, la santidad no es un camino solitario, sin las demás personas humanas y las demás criaturas, sino que podríamos decir “nunca santos solos”. Así lo recuerda Papa Francisco “El Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Por eso nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo” (Gaudete et exultate, 6).
La alegría de la santidad es, por lo tanto, un don compartido.
¿Qué mociones y decisiones pueden ayudar entonces nuestro camino de santidad? ¿En qué medida vivimos el tiempo cotidiano con los oídos y los ojos abiertos a esta alegría que se nos ofrece?