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La fragilidad y la finitud de la vida

Fernando Arancibia Collao

Año VI, N° 137

viernes 26 de julio, 2024

“La fragilidad de la muerte puede encontrarse en cualquier momento y lugar: en nuestro hogar, entre los nuestros, en el día a día. A veces, un examen médico rutinario nos revela la debilidad de nuestra salud. La finitud no constituye un evento especial, excepcional y previsible. Nuestro fin puede estar en todos lados y en lo más insustancial”.

La vida es frágil. Basta pensar en un bebé recién nacido: una delicadeza que enternece, pero que, a la vez, angustia. Y angustia porque vemos que ese ser, que es tan valioso es, a su vez, tan endeble. ¿Cómo algo de tanto valor puede ser tan minúsculo? Esta característica no nos abandona nunca. Y la mayor de estas fragilidades es la muerte. En cierto modo, somos endebles porque somos mortales.

La vulnerabilidad puede encontrarse en cualquier momento y lugar: en nuestro hogar, entre los nuestros, en el día a día. A veces, un examen médico rutinario nos revela la debilidad de nuestra salud. La finitud no constituye un evento especial, excepcional y previsible. Nuestro fin puede estar en todos lados y en lo más insustancial.

Al morir otro, uno muere también de a pedazos. Pero al morir de a poco, uno puede reconstruirse. De la muerte, entonces, puede surgir un nuevo yo.

El filósofo Martin Heidegger planteaba que la muerte es nuestra posibilidad más propia, y que una vida auténtica es, realmente, ser-para-la-muerte. Esto lo interpreto en un sentido liberador: la libertad de asumir la verdad de nuestra condición finita. Si acaso “la verdad nos hará libres” (Jn 8,32), entonces la muerte –en primer lugar, la nuestra– es algo que tenemos que aceptar. Y aceptarlo es liberador.

¿Y la de los demás? ¿Y la de los míos? Aceptar que ésta es nuestra posibilidad más propia es aceptar que también lo es la del resto, y especialmente, la de los míos. La muerte de un hijo es considerada la peor de las tragedias posibles. Lo es, en parte, porque el que fallece es, en algún sentido, parte de uno.

En otros tiempos, el deceso prematuro de los niños era cotidiana. Con los avances de la medicina, suele ser hoy una realidad más bien lejana. Esto trajo como consecuencia que nuestra relación con la muerte se desnaturalizara. El problema es que, porque la percibimos distante, ella deja de estar presente en todos lados y en todo momento. No porque hayan aumentado las esperanzas de vida deja de ser natural, propia de nuestra condición humana.

Reconstruirse es hacer que otro pase a constituirnos nuevamente. Al amar, entonces, nos volvemos a hacer. Del amor surge la vida. De la vida surge la muerte. De la muerte, el amor. Del amor, nuevamente, la vida.

Si la vida y la muerte están tan interrelacionadas, no es descabellado pensar que ésta última da paso a la vida, del mismo modo que la vida da paso a la muerte. ¿Es la vida la condición más propia de la misma muerte? Quizás la respuesta esté en el hecho de que, al morir otro, uno muere también de a pedazos. Pero al morir de a poco, uno puede reconstruirse. De la muerte, entonces, puede surgir un nuevo yo. Ante la partida de un padre o de un hijo, no queda más que volver a rehacerse.

Amamos a esa persona que hoy ya no está. Y cuando ya no está, dejamos también de ser un poco lo que éramos. Cuando el otro muere, uno muere un poco, uno también muere en alguna medida, porque a ese otro nosotros lo amamos. Y amar, según creo, es dar la vida por otros. No en el sentido en el que usualmente pensamos el “dar la vida”: salvar a alguien haciendo un sacrificio heroico. Es, más bien, un dar la vida desde lo cotidiano: cuando cuido a mis hijos, cuando me desvelo en un momento de enfermedad de alguno de ellos. Dar la vida es estar con el otro, “gastarla” en el otro. “El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará” (Lc 17,33).

Y de esa manera hay que reconstruirse: amando. Reconstruirse es hacer que otro pase a constituirnos nuevamente. Al amar, entonces, nos volvemos a hacer. Del amor surge la vida. De la vida surge la muerte. De la muerte, el amor. Del amor, nuevamente, la vida.

En el amor radica el misterio de la Vida Eterna: nosotros no podemos morir, porque Dios nos amó. Y sólo desde el amor es posible engendrar vida nuevamente. La muerte, entonces, es una posibilidad de reconstrucción para volver a amar. ¿De qué manera el amor se hace vida en mi vida? ¿Cómo lidio con la muerte? ¿Estoy preparado para ella? ¿Asumo su posibilidad para mí y para los míos?

“El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad. Ciertamente, el amor es “éxtasis”, pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios”.

Benedicto XVI, Deus Caritas Est, 6.

Fernando Arancibia Collao
Profesor del Instituto de Éticas Aplicadas UC

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