La solidaridad es aquel principio social de la Iglesia que nos recuerda la interdependencia y la interrelación de los seres humanos en la búsqueda del bien común. En la Sagrada Escritura encontramos numerosos rostros vivos de solidaridad, como por ejemplo el Buen Samaritano (cf. Lc 10, 25ss) o la viuda pobre, que da sus dos monedas (cf. Mc 12, 41).
En las primeras comunidades cristianas la solidaridad emerge como una cualidad distintiva que atrae a otros credos y culturas. En efecto, a sus contemporáneos los cautivaba la comunión de amor que existía entre los primeros cristianos, así como la fraternidad viva que se materializaba en el compartir los bienes, en el vivir en comunidad y en el orar juntos (cf. Hch 2, 42ss). Todo esto hacía que el dinamismo de la solidaridad edificara a la Iglesia, desde sus entrañas, constituyéndola en la familia de Dios, donde siempre estaba presente la preocupación por el prójimo y donde naturalmente se compartían los bienes, se servía a los hermanos y se oraba en comunidad.
Lejos de ser una actividad de asistencia social, la solidaridad es la expresión irrenunciable del ser cristiano, naturalmente llamado a dar y a darse.
En la vida de la Iglesia hemos tenido insignes testigos de esta solidaridad evangélica. Uno de ellos es san Alberto Hurtado, quien comprende y vive la solidaridad no solo como una expresión social, sino que como un ‘alimento’ de la propia vida espiritual. Lejos de predicarla como una reivindicación de carácter político o un desafío ideológico, la anuncia como la natural actitud que compromete al cristiano a dar y a darse. Ya lo decía el santo: “cada vez que me doy así, recortando de mi haber, sacrificando de lo mío, olvidándome de mí, yo adquiero más valor, me hago un ser más pleno, me enriquezco con lo mejor que embellece el mundo; yo lo completo, y lo oriento hacia su destino más bello, su máximo valor, su plenitud de ser” (P. Alberto Hurtado, Darse, una manera cristiana de trabajar, 1947).
En la enseñanza de san Alberto se evidencia que la solidaridad no es una ideología ni una filosofía, sino que es la donación concreta fruto de una honda experiencia religiosa que no se detiene en el simple compartir los bienes sino que busca compartir al mismo Cristo y la propia vida. Por ello, no es posible separar la experiencia de fe de la opción fundamental por vivir la solidaridad, ni pensar que esta última se reduce a un mero compartir, por valioso que sea. Lejos de ser una actividad de asistencia social, la solidaridad es la expresión irrenunciable del ser cristiano, naturalmente llamado a dar y a darse.
¿Como podríamos crecer en solidaridad? (…) Cultivar la relación con Dios y hacer el ejercicio cotidiano de compartir no solo los bienes, sino que la misma vida.
Podemos afirmar que, en la enseñanza de la Iglesia, el principio dinamizador de la solidaridad está en la experiencia religiosa, en la oración y en la amistad con el mismo Señor. La solidaridad crece cuando aumenta la vivencia de la fe, cuando se lee la realidad a la luz del Evangelio, cuando se cultiva la vida cristiana en todas sus dimensiones. Un ejemplo es el Hogar de Cristo, insigne obra de solidaridad, la cual nace a partir del encuentro del padre Hurtado con una persona pobre y enferma, en una noche fría y lluviosa. Ese hecho lo lleva afirmar en una predicación que “Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo, acurrucado bajo los puentes, en la persona de tantos niños que no tienen a quién llamar padre, que carecen hace muchos años del beso de madre sobre su frente… ¡Cristo no tiene hogar!”. (P. Alberto Hurtado, Predicación de retiro para señoras, 1944). A partir de esa honda experiencia de fe se ponen los cimientos del Hogar de Cristo.
¿Como podríamos crecer en solidaridad? La respuesta se desprende de este escrito. Cultivar la relación con Dios y hacer el ejercicio cotidiano de compartir no solo los bienes, sino que la misma vida. ¿Qué actitudes concretas podrían evidenciar mi compromiso con los demás? Si la solidaridad implica compartir y compartirnos, en el sentido que nunca bastará dar si este no incluye el darse, parece necesario una necesaria circularidad: compartir los bienes, pero sabiendo que ello estará incompleto si no ofrezco también la vida.