¿Qué hago con mi vida? Es una pregunta clave en la vida de toda persona. Especialmente entre los 15 y 18 años. En mi caso, tenía un dilema: la Universidad o el sacerdocio. Dios me regaló unos padres sencillos y creyentes en Dios. Opté por lo segundo. Fueron 13 años como sacerdote en mi natal Punta Arenas. Luego, San Juan Pablo II me consagró obispo. Ejercí durante 38 años en Concepción, Talca, Osorno y Rancagua. Hoy soy “obispo emérito”, es decir, “jubilado”. Vivo en Rancagua en el Monasterio de las Hermanas Adoratrices, que rezan por todos, también por los que no creen ni rezan. ¡Todo ha sido y es Gracia, don de Dios!
Se trata, entonces, de vivir el día a día cultivando una conciencia viva de discípulos misioneros del Señor Jesús, sabiendo que los mayores estamos aprendiendo a vivir de cara al encuentro definitivo con Jesús Resucitado.
A mis 83 años, y con los límites propios de la edad y de una salud precaria me atrevo a compartir con sencillez algunas pistas del modo que hoy vivo. Para mí, lo primero y fundamental es renovar, cada día y con corazón agradecido, mi respuesta al llamado personal del Señor Jesús a seguirlo como discípulo suyo y testigo de su Evangelio. Un llamado que es un regalo que ha llenado de sentido mi vida, mis afanes y trabajos, y también mis dolores y sufrimientos. Un llamado que me ha regalado una multitud de hermanos y hermanas que son mis compañeros de camino. Ser discípulo de Jesús ha puesto en mi vida un amor más grande que yo mismo. En fin, un llamado que me permite decirle “buena y hermosa vida me has dado, Señor Jesús, y sé que contigo puede ser cada día mejor”.
El Papa Francisco nos ha invitado a ser una Iglesia sinodal, es decir, a caminar juntos. Para ello necesitamos la sabiduría espiritual de aceptar nuestra pobreza, y ese es el don que tenemos que pedir. A nuestros años no es fácil caminar y no sólo por los achaques de salud, sino que nos cuesta seguir el ritmo de los demás y de las novedades tecnológicas, que nos superan. En ocasiones, ese caminar se hace difícil al no ser considerados como compañeros de camino. Los que nos asisten en nuestras precariedades de nuestra edad -lo que agradezco mucho- se olvidan en ocasiones que también somos compañeros de camino.
Se trata, entonces, de vivir el día a día cultivando una conciencia viva de discípulos misioneros del Señor Jesús, sabiendo que los mayores estamos aprendiendo a vivir de cara al encuentro definitivo con Jesús Resucitado. Es el discipulado fundamental detrás del que hemos caminado durante toda nuestra vida.
Es una oportunidad preciosa para ponernos ante el Señor como voceros de su Pueblo que anhela renovación y como portadores de los dolores y esperanzas de los pobres.
En este caminar, los mayores tenemos una ocasión privilegiada de ser testigos de la fraternidad universal del Evangelio. Es cierto que a nuestra edad nuestro mundo diario se achica y los contactos se reducen, pero eso también es una oportunidad para crecer en la calidad fraterna: tenemos más tiempo para escuchar a otros, sin la tensión que significa tomar decisiones institucionales, y así poner comprensión, compasión, bondad, y si la ocasión lo permite, algún consejo desde nuestra experiencia.
En esta etapa de la vida, los creyentes que ejercimos en diversos servicios podemos de manera especial redoblar la oración intercediendo por todo el Pueblo de Dios. Es una oportunidad preciosa para ponernos ante el Señor como voceros de su Pueblo que anhela renovación y como portadores de los dolores y esperanzas de los pobres. Así nos hacemos servidores solidarios de las esperanzas de hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Este servicio de la oración se suma a la ofrenda que podemos hacer en esta etapa de la vida: con nuestros achaques y dolores, con la impotencia de no tener fuerza para lo que quisiéramos hacer, con la soledad, y con nuestras manos vacías ante el Señor. ¿Cómo podríamos hacerlo de otra manera? ¿es posible entender que a esta edad sí se puede entregar todo a Jesús, siendo solidarios con todo el Pueblo de Dios que camina?
Sí, la vida es el gran don de Dios, con sus luces y sus sombras. ¡Gracias Señor! Esa era mi convicción de joven y con la edad lo he comprobado.