Los milagros corporales nos deslumbran y son un gran don de Dios que, desde las mismas curaciones realizadas por Cristo, son signos de que la espera del Salvador ya ha terminado. Asimismo, el mensaje de la Virgen en Lourdes es mucho más amplio que la curación del mal físico y se dirige más bien a la sanación del alma y la conversión de todos. Es en esencia un mensaje de esperanza. María nos invita a beber de la fuente que fluye desde su Corazón Inmaculado y del Corazón de Dios; a dejarnos lavar, por el agua cristalina de su gracia, de todo barro de miseria y pecado y a abrir nuestros ojos para recibir el secreto más evidente de la Redención: Dios salvó al mundo con su propio sufrimiento (ibid., cf. p. 283). María se nos ofrece así, como garantía de la esperanza cristiana, por haber creído al pie de la Cruz, pero también como como fuente viva, madre y educadora de dicha esperanza.
María es nuestra gran educadora en la tribulación, enseñándonos la confianza en Dios Padre; es nuestra estrella guía y madre de nuestra esperanza cristiana.
La esperanza es una pasión humana que nos dirige hacia un bien difícil de alcanzar (Santo Tomás Aquino). En los tiempos de dificultad, como ha sido la pandemia, nuestra esperanza es desafiada al verse amenazada la vida, la salud, la vida familiar y tantos otros bienes humanos. Paradójicamente, estos períodos son también la mejor oportunidad de crecimiento en la esperanza, ya que es esta la que puede sostenernos en la etapa de desequilibrio, movilizándonos hacia ese bien fundamental que queremos proteger.
Ahora bien, la esperanza no es reductible a sus aspectos psicológicos. Aunque pertenece a nuestra afectividad, va más allá de esta, adentrándose en nuestro mundo espiritual y trascendente. Constituye la estructura nuclear desde la cual enfrentamos las pruebas; no corresponde solo al orden del sentir, sino al orden del ser, porque implica la constatación de nuestra fragilidad y, por otro lado, nuestra respuesta confiada como creaturas ante un ser infinito (Gabriel Marcel, Homo Viator). La esperanza cristiana, virtud que recibimos como don de Dios junto a la fe y la caridad, perfecciona nuestra tendencia a esperar de modo trascendente y definitivo, dirigiéndonos hacia Dios: “La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando «hasta el extremo», «hasta el total cumplimiento». (cf. Jn 13,1; 19,30)” (Spe Salvi, n. 27)
En la dificultad, necesitamos de otros como portadores de esperanza cristiana: podemos ayudarnos mutuamente a beber de la fuente de esta.
El esperar cristiano tiene así en su núcleo el sabernos creaturas necesitadas de salvación, y nuestra confianza en que el Dios bueno, fiel y rico en misericordia no nos defraudará. Para quien tiene fe, la Redención no es simplemente un hecho histórico, sino que cambia nuestra vida: vivimos de otra manera porque tenemos esperanza (cf. Spe Salvi, n. 2). Podemos afrontar las dificultades diciendo con San Pablo: “estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados…” (2 Cor 4:8-9), ya que “en esperanza fuimos salvados”. (Rm 8,24). En las olas de dolor e incertidumbre de la pandemia, la esperanza cristiana fue un impulso para regresar a Dios Padre, dejando de lado la fantasía de autosuficiencia. Fuimos invitados a poner nuestra esperanza más allá de la curación o la supervivencia, y a creer que, también ante la muerte próxima, podemos amar y esperar en Dios, que no abandona. María es nuestra gran educadora en la tribulación, enseñándonos la confianza en Dios Padre; es nuestra estrella guía y madre de nuestra esperanza cristiana. Justamente fue al pie de la Cruz de Jesús, cuando María recibió esta misión. En medio del dolor, confió en Dios Padre manteniendo intacta la esperanza del mundo en su propio Corazón Inmaculado, convirtiéndose en fuente viva de esperanza para los cristianos: “Junto a la cruz, según las palabras de Jesús mismo, te convertiste en madre de los creyentes (…) Por eso tú permaneces con los discípulos como madre suya, como Madre de la esperanza”. (Spe Salvi, n. 50).
Por último, en línea con la fraternidad que propone el Papa Francisco, es clave subrayar que la esperanza se mantiene viva más fácilmente en comunidad. En la dificultad, necesitamos de otros como portadores de esperanza cristiana: podemos ayudarnos mutuamente a beber de la fuente de esta. Preguntémonos: ¿tomo la dificultad como oportunidad para acercarme al Padre? ¿Me dejo educar por María para tener una esperanza viva que transforme mi vida? ¿Soy fuente de esperanza para los demás? Un modo concreto al cual nos invita el papa Francisco es impulsar la atención espiritual a personas necesitadas: “no podemos dejar de ofrecerles la cercanía de Dios, su bendición, su Palabra, la celebración de los sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y maduración en la fe” (Mensaje del Santo Padre Francisco para la XXX Jornada Mundial del Enfermo).