Tanto la Biblia como los santos de la Iglesia, por siglos, nos han regalado abundantes imágenes y reflexiones sobre la maternidad o lo femenino en Dios, pero no siempre recurrimos a ellas, porque estamos habituados a relacionar la maternidad con la de la virgen María, madre nuestra y madre de Dios. Hoy abrimos una reflexión distinta.
Edith Stein (conocida también como santa Teresa Benedicta de la Cruz) nos enseña: “Jesús nos ofrece los frutos de su sacrificio no sólo en el altar. Él quiere venir a cada uno: alimentarnos como una madre a su hijo con su carne y su sangre, entrar en nosotros, para que nosotros nos introduzcamos totalmente en Él, y crecer en Él como miembros de su cuerpo” (Educación eucarística). Ella experimentó el amor de Cristo como la ternura de una madre que nos cuida, y nos invita a vivirlo de la misma manera, pues ese es el modo en que Dios latía en su corazón.
La misericordia y el amor son parte de la acogida que el Señor ofrece a quienes buscan la unión con Él. Stein así lo recuerda: “son tratados por Dios como niños pequeños por una madre cariñosa, que los lleva en sus brazos y los alimenta con dulce leche” (Ciencia de la Cruz).
Hoy, más que analizar si podemos pensar en Dios como madre o como padre, lo que se busca es ofrecer la posibilidad de establecer una relación viva con Él.
Es la misma experiencia que nos transmite Oseas, profeta del Antiguo Testamento, cuando el Señor le dice: “¡Y yo había enseñado a caminar a Efraím, lo tomaba por los brazos! Pero ellos no reconocieron que yo los cuidaba. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer” (Os 11,3-4).
Los tres textos revelan la ternura de Dios que se inclina hacia la humanidad, la cuida y la alimenta, lo que es la manifestación más pura de sí mismo, es decir, del Amor. Ahora es necesario hacernos dos preguntas. Primero, ¿qué alimentos nos ofrece Dios? Si bien son múltiples y variados, todos derivan de dicho amor: la esperanza, la alegría, la justicia, la misericordia, la ternura, la paz, la fe, la empatía, la comunión, entre muchos otros. Segundo, ¿dónde encontrar el alimento que nos regala? En primer lugar, en la eucaristía. Dios se nos da a sí mismo con su cuerpo y con su sangre, pero también lo hace a través de su Palabra y la comunidad que Él ha establecido entre nosotros. En síntesis, todo lo que une al Amor de Dios es alimento para nosotros. Nuestra misión actual es descubrir en qué otros lugares, personas o situaciones, podemos encontrarlo.
Hoy, más que analizar si podemos pensar en Dios como madre o como padre, lo que se busca es ofrecer la posibilidad de establecer una relación viva con Él, reconociéndonos necesitados del alimento de su gracia. Aceptar que nos nutra, como una madre lo hace con su hijo o hija, nos permitirá construir nuevos e inesperados vínculos de amor.
¿Cuál es esa verdadera humanidad a la que Dios me llama? ¿En qué signos de mi vida diaria descubro la presencia maternal de Dios?
La diversidad de nuestras experiencias simplemente enriquecerá la relación con Dios. La fe nos llama a pensar, soñar o imaginar a un Dios sin etiquetas, encontrándolo en lo más propio de su ser: el ser Amor. Dejemos que la gracia del Espíritu Santo nos permita explorar la maternidad de la divinidad y del Dios Trino, especialmente cuando sabemos que, en la particularidad de lo femenino, como dice Stein, está contenida la elevada y maravillosa tarea de desarrollar la verdadera humanidad (cf. El valor específico de la mujer).
Si la verdadera humanidad aspira a amar del mismo modo en que Dios lo hace, y permite configurarnos a partir de Él, es bueno preguntarse en primera persona: ¿Cuál es esa verdadera humanidad a la que Dios me llama? ¿En qué signos de mi vida diaria descubro la presencia maternal de Dios? ¿Qué debo hacer para convertirme en alimento de amor para los demás? Y por último, ¿qué aspectos de esta maternidad divina necesita nuestra sociedad, para ser mejor y más feliz?
Con todo lo anterior, reiteramos la invitación a dejarnos alimentar por Dios, tal como una madre alimenta a sus hijos e hijas. Probablemente el solo ejercicio de abrirnos a ello y a aprender de esa maternidad, sin prejuicios, es algo desafiante, pero seguro vale la pena intentarlo.