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Política: buscar a Dios y vivir para los demás

Carlos Frontaura R.

Año III, Nº 34.

viernes 1 de enero, 2021

"No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. - (1 Jn 2, 15)"

«No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (1 Jn 2, 15). Al escuchar esto, muchas veces, sentimos la inclinación de buscar un refugio que nos preserve y proteja de la contaminación mundana. Esta idea crece cuando en nuestro corazón se instala la sospecha, azuzada por aquel espíritu acusador que solo se interesa por la paja en el ojo ajeno y por escudriñar los males en la vida de los otros. La política es la que suele salir más perjudicada con esta actitud, pues está más expuesta a la crítica. De este modo, muchas veces, se la termina descalificando como sucia e inútil, y mirando con desconfianza. Una razón más para huir del mundo.

Abandonar el mundo es, en primer lugar y antes que nada, dejarse a sí mismo y renunciar a la voluntad propia.

Así, frente a las dificultades, la tentación de aislarse en la vida privada se concreta en prestar atención solo a mi familia, mi trabajo, mis amigos y mis cosas: todo aquello que pueda ser dicho posesivamente en primera persona. Difícil una actitud distinta en medio de un relato que pone énfasis en el cuídate a ti mismo, en la lógica de los derechos, en la ausencia de los deberes, en la primacía de lo material y los discursos utópicos. Todo ello transforma la política, muchas veces, en el juego «de quién da más». En ese escenario, resulta hasta casi natural una huida hacia lo privado y una idea de lo colectivo en clave meramente contractual: «qué me debe dar el Estado», o «a qué tengo derecho».

Sin embargo, no ser del mundo, no amarlo, no significa evadirse, y no tiene nada que ver con construir asilos particulares que nos resguarden. De hecho, se puede decir que es exactamente lo contrario: abandonar el mundo es, en primer lugar y antes que nada, dejarse a sí mismo y renunciar a la voluntad propia. En esto, como en muchas cosas, la vida monástica es un ejemplo, pues quien se va de monje lo hace para vivir la plenitud de la ley que es la caridad; lo hace para buscar a Dios y vivir para los demás. Como mostraba Simeón estilista el joven (s. VI), la corona del monje está —como enseñó Cristo— en obrar en favor del otro, por amor a Dios y como su instrumento.

Rechazar el mundo es, por tanto, despreciarse y amar a Dios y, por Él, al prójimo; es dejar de centrarse en sí mismo (egoísmo), o de guardarse, o de medirse, o de enterrar los talentos. Quien toma este camino vive como —según el papa Clemente Romano (s. I)— en algún momento lo hizo la Iglesia de Corinto: haciendo propias las necesidades del prójimo. Y, como arriesga, se entrega y no se reserva, puede comunicarse auténticamente a los demás. Cuando realiza esto lleva a cabo la genuina política que, sin confundir lo público con provisión de beneficios particulares, ni levantar promesas ilusorias y vanas, consiste en vivir en comunidad. En ella, el bienestar material compartido es consecuencia natural de la existencia de una comunión, que siempre es espiritual y verdadero bien común.

El bienestar material compartido es consecuencia natural de la existencia de una comunión.

Vivir de este modo y hacer política promoviendo esta comunión es un ejercicio de caridad para el cual quizá no haya mejor receta al alcance de todos —en especial para el período que comienza en nuestra patria— que la contenida en aquella oración de autor anónimo que, publicada por vez primera hace poco más de cien años como Invocación al Sagrado Corazón, deslumbra por su sencillez: Señor, haz de mí un instrumento de tu paz. Que allá donde hay odio, yo ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón.  Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión.  Que allá donde hay error, yo ponga la verdad.  Que allá donde hay duda, yo ponga la Fe. Que allá donde hay desesperación, yo ponga la esperanza. Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz. Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar, ser comprendido, cuanto comprender, ser amado, cuanto amar. Porque es dándose como se recibe,  es olvidándose de sí mismo como uno se encuentra a sí mismo, es perdonando, como se es perdonado, es muriendo como se resucita a la vida eterna.

¿Quiénes habrán de ser los arquitectos que tracen las líneas esenciales del nuevo edificio, quiénes los pensadores que den a éste su impronta definitiva? ¿Sucederán acaso a los dolorosos y funestos errores del pasado otros no menos deplorables, y el mundo oscilará indefinidamente de un extremo a otro? ¿O se detendrá el péndulo gracias a la acción de sabios gobernantes, bajo direcciones y soluciones que no contradigan al derecho divino ni se opongan a la conciencia humana y sobre todo cristiana?”.

Pío XII
Radiomensaje en el V Aniversario del comienzo de la Guerra
1 de septiembre de 1944, Nº 7 y 8

Carlos Frontaura R.
Profesor de la Facultad de Derecho UC.

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