La Inteligencia Artificial (IA) está hoy en nuestras vidas: celulares, autos, comercio, publicidad, medicina, etc. La vida de quienes podemos acceder, por medio de dispositivos diversos, a multitud de usos de la IA podemos decir que se torna más fácil. Los jóvenes podrán añadir que además se las hace más entretenida, como lo muestra el masivo uso de los videojuegos de alta interacción, que son ciertamente la aplicación más popular de la IA.
La IA tiene múltiples limitaciones que pueden llegar a distorsionar nuestra comprensión de la sociedad, de las relaciones interpersonales e incluso distorsionar la percepción acerca de nosotros mismos.
La IA es una máquina (cada vez más compleja, ciertamente) que realiza acciones que llamamos “inteligentes”, pues se trata de acciones que si fueran hechas por humanos recibirían tal calificativo. Sin embargo, como toda obra humana, también la IA exige un discernimiento moral de sus usos beneficiosos y de sus riesgos para la persona humana y la sociedad en general. Por ejemplo, puede ser que nos resulte bastante útil, incluso cómodo, que un algoritmo de Google nos sugiera productos que se ofrecen en la Internet y que pudieran ser de nuestro gusto. Es decir, la IA de Google ha rastreado y detectado un patrón o pauta de algunos de nuestros gustos, que se muestra de las diversas búsquedas que hemos hecho en la Internet, donde nuestras preferencias se transforman en datos analizables por la IA. Como digo, eso puede resultarnos útil, pero también podría volverse un recurso de manipulación comercial o política. ¿Cómo diferenciar si se trata de una sugerencia útil o de una manipulación?
Por otra parte, ese mismo ejemplo nos ilustra otra cosa: que la IA nos sugiere cosas siempre en función de nuestros gustos, lo que podría llevarnos a un imperceptible proceso de infantilización, a diferencia de la vida real y cotidiana, en que es muy frecuente encontrarnos con que tenemos que hacernos cargo de cosas o situaciones que no nos gustan, que nos contrarían y nos sacan de nuestra zona de confort, pero que es bueno y correcto que nos ocupemos de ellas o si son personas las acojamos y respetemos. Como podemos ver, la IA tiene múltiples limitaciones que pueden llegar a distorsionar nuestra comprensión de la sociedad, de las relaciones interpersonales e incluso distorsionar la percepción acerca de nosotros mismos.
La IA requiere políticas públicas y leyes con cobertura global. Tal tarea implica compromiso social y participación política de la ciudadanía, a fin de que sea desarrollada y usada siempre en bien de toda la humanidad.
Por tratarse de una tecnología de enorme poder y de gran impacto, la IA es también un asunto de índole político y social. Su uso correcto debe ser asegurado minimizando los riesgos que implica. Por ejemplo, los datos tomados de nuestro cuerpo individual, llamados datos biométricos, como son nuestra huella digital, o datos médicos, etc., pueden ser muy útiles para facilitar la identificación, hacer trámites o precisar un diagnóstico. Pero igualmente podrían ser mal utilizados, por ejemplo, por aseguradoras sin escrúpulos que limitaran las coberturas de planes de salud a personas con propensión a ciertas enfermedades, etc.
Finalmente podemos preguntarnos: ¿Qué podemos aportar los cristianos en medio de un siglo XXI marcado por la IA? ¿Qué nos aporta Jesucristo, Dios y Hombre, en esta nueva sociedad digital, de ciudades “inteligentes” y soledades digitales? ¿Cuáles son las nuevas periferias y abandonos que emergen en el uso de la IA? Sigamos el consejo de san Pablo: “Examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Tes 5,21). Y como lo hizo el Beato Carlo Acutis, el ciberapóstol de la Eucaristía, abrir nuevos caminos de evangelización en los usos de la IA y los medios digitales en general.