Con el inicio de agosto y el próximo 18 de este mes, celebramos el mes de la solidaridad y a san Alberto Hurtado, respectivamente, quien se caracterizó por vivir la solidaridad auténticamente en plenitud en nuestro país, pero también cómo ejemplo mundial de entrega y caridad.
Esta solidaridad surge, en primer lugar, de su fe, de saberse amado por Dios hasta el extremo y entenderse parte del pueblo de Dios, o como diría san Pablo a los corintios, del Cuerpo Místico de Cristo. San Alberto Hurtado nunca se sintió ajeno a lo que les sucedía a los demás, sentía como propio el dolor y el sufrimiento ajenos, pero también se gozaba con las alegría y logros de los otros, porque comprendía que en él y en los otros habita Cristo, un Cristo que tiene rostro.
A la luz de la figura de san Alberto Hurtado, podríamos preguntarnos ¿cómo interactuamos unos con otros? ¿Cómo nos relacionamos? ¿Quién soy yo para los otros? ¿Quiénes son los otros para mí? Al responder estas preguntas podremos descubrir la visión que tenemos del ser humano y lo que es vivir en sociedad.
Cuando empezamos a comprender que necesitamos de otros, así como ellos nos necesitan, estamos abriéndonos al verdadero sentido de la solidaridad, que no consiste en dar algo, sino el entendernos como complementarios, mutuamente necesitados.
Podríamos vernos unos a otros como constantes amenazas, como competencia, con la necesidad de destacar sobre los demás. Una mirada puesta en el poseer y en el dominio me lleva a considerar a las personas como competidoras y, por lo tanto, como una amenaza para mis objetivos; tengo que estar siempre alerta, porque mi meta es ser un ganador, no puedo mostrar debilidad. Esta mentalidad nos puede llevar a vivir con ansiedad, angustia y miedo, porque todo lo que he conseguido no lo puedo perder, tengo que cuidarlo y protegerlo.
Pero ¿podemos vivir encerrados en nosotros mismos, desentendiéndonos de la suerte de los demás? ¿Vivir sintiéndonos amenazados o con miedo constante?
Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, un Dios que es comunión de personas y que vive en cada una. Cuando hablamos de personas destacamos la capacidad de relacionarse, a diferencia de los individuos, donde ponemos el énfasis en lo particular, en lo propio. Desde el origen de nuestra vida dependemos de otros. Primero serán nuestros padres que nos engendraron, luego quienes nos educaron y formaron, para después empezar a crear una red de relaciones que nos permiten desarrollarnos y caminar en este mundo.
No podemos desentendernos de la suerte de las demás personas. Cuando uno no tiene las posibilidades de desplegar todos los dones y talentos que Dios le ha regalado, nos veremos afectados todos.
Cuando empezamos a comprender que necesitamos de otros, así como ellos nos necesitan, estamos abriéndonos al verdadero sentido de la solidaridad, que no consiste en dar algo, sino el entendernos como complementarios, mutuamente necesitados. El ser solidarios no es un gesto altruista, un gesto de generosidad, sino una dimensión constitutiva de la naturaleza humana. Así, el preocuparme de lo que les sucede a los demás, de sus penas y alegrías, no es una opción para algunos, sino una necesidad para desarrollarme plenamente como persona, ya que, todos de alguna forma, somos responsables de todos.
Una sociedad entendida como un entramado de relaciones entre personas, donde cada uno aporta lo propio y de manera particular, pero complementario con el aporte de los demás, se considerará desarrollada en la medida en que todos puedan hacer efectivo su aporte, donde nadie se vea excluido.
Así lo vivió y experimentó san Alberto, quien con mucha valentía y de forma auténtica vio y se hizo cargo de las cosas que otros no veían. San Alberto Hurtado actuó y dio forma a esa solidaridad genuina de nuestra humanidad, pero también de la de un santo, y de la que todos estamos llamados a participar, de diferentes maneras, pero por sobre todo sin indiferencias, sin exclusiones, sin marginar a nadie.
De esta manera no podemos desentendernos de la suerte de las demás personas. Cuando uno no tiene las posibilidades de desplegar todos los dones y talentos que Dios le ha regalado, nos veremos afectados todos, ya que a la sociedad le faltará lo propio de esa persona, será una sociedad incompleta y, al mismo tiempo, a mí también me faltará algo.
Vivir la solidaridad es vivir el encuentro, el diálogo, la valoración mutua y descubrir que nadie sobra, que el excluir y marginar solo empobrece a quien excluye y margina.
A la pregunta de Caín a Dios, cuando este le pregunta por Abel, “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”, le tendríamos que responder: Sí, Caín, somos guardianes de nuestros hermanos, tenemos la tarea de cuidar, proteger y ayudar a desplegar los talentos de quienes caminan con nosotros. No dejaremos a nadie a la orilla del camino, porque cada uno que va quedando es parte de nosotros mismos que queda atrás.