La Biblia nos enseña que hemos sido creados a imagen de Dios (Gén 1, 27). Entre todas las creaturas que Dios ha creado, los seres humanos han sido amados de manera singular por el Creador. El ser imagen de Dios nos capacita para amar, conocer, actuar con libertad y también nos hace administradores del resto de la creación, de la casa común con los demás seres creados. Durante tantos siglos se ha pensado que los seres humanos tienen diferencias que los ubicarían en distintos niveles de dignidad, ya sea por su riqueza, su condición social, su raza. Pero nuestra fe nos entrega esta clave: todos los seres humanos, sin distinción, poseen la misma dignidad. Esta enseñanza ha sido conocida, pero se ha puesto en práctica muy lentamente. Por eso hasta hace poco existió la esclavitud, y hasta hoy persisten en el mundo tantas discriminaciones arbitrarias. La dignidad de todo ser humano también ha sido reflexionada por grandes pensadores como lo son los filósofos. Ellos nos dan argumentos desde la razón que complementan nuestras convicciones creyentes: toda persona humana es siempre un fin y nunca un simple medio para otros fines.
Pero nuestra fe nos entrega esta clave: todos los seres humanos, sin distinción, poseen la misma dignidad.
Cuando las desigualdades e injusticia sociales no solo son percibidas con dramatismo por los propios afectados; cuando los informes de distintos organismos nos entregan datos acerca de la injusta distribución de los ingresos, riquezas, oportunidades y poder; cuando los jóvenes nos interpelan a hacer los cambios sociales, económicos y políticos para alcanzar una sociedad más justa, más conforme a la dignidad de toda persona humana; nos encontramos que el pensamiento social cristiano y la oración de la Iglesia apuntan en la misma dirección: Los seres humanos hemos sido creados a imagen de Dios y, por tanto, todos gozamos de la misma dignidad. Por otra parte, la justicia social es también parte de la enseñanza social cristiana.
La justicia social ha sido definida por el padre Hurtado como “aquella virtud por la que la sociedad, por sí o por sus miembros, satisface el derecho de todo hombre a lo que le es debido por su dignidad de persona humana” (Moral Social, 218). Esto significa que, en la sociedad, ya sea desde el Estado o de las distintas organizaciones y fundaciones de la sociedad civil, y cada uno de nosotros como ciudadanos, tenemos la responsabilidad de colaborar con la justicia social. Esta justicia social se traduce en que se den las oportunidades para que todos puedan alcanzar una vida digna. La enseñanza social de la Iglesia nos habla del destino universal de los bienes. El Creador ha destinado los bienes de esta tierra para que todos los seres humanos puedan gozar de una vida digna. Estos bienes deben llegar a todos a través de la justicia y de la caridad. La doctrina social de la Iglesia quiere fomentar que las oportunidades, los bienes y el poder sean distribuidos más equitativamente entre los miembros de la sociedad.
La doctrina social de la Iglesia quiere fomentar que las oportunidades, los bienes y el poder sean distribuidos más equitativamente entre los miembros de la sociedad.
Los cristianos y las cristianas como ciudadanos estamos llamados a colaborar, entonces, a que en nuestra sociedad se respete la dignidad de todos los seres humanos y que se busquen nuevos caminos para la justicia social. Todo este servicio a nuestros hermanos y hermanas es desde nuestra opción creyente, y también como un compromiso social mediante el uso de medios no-violentos. Jesús, nuestro Señor, cambió la historia de la humanidad entregándose a una muerte en cruz y resucitando al tercer día. Entre sus discípulos encontramos a un san Francisco de Asís que nos ha regalado esta profunda oración: “Oh Señor, hazme instrumento de tú paz. Donde hay odio, que lleve el amor; donde hay ofensa, que yo lleve el perdón; donde hay discordia, que yo lleve la unión; donde hay duda, que yo lleve la fe; donde hay error, que yo lleve la verdad; donde hay desesperación, que lo lleve la esperanza; donde hay tristeza, que yo lleve la alegría; donde hay las tinieblas, que yo lleve la luz”.
¿Cómo es mi trato con los demás? ¿Cómo miro al que está frente a mí? ¿Lo discrimino? ¿Estoy comprometido a trabajar por una sociedad más justa, no solo en cuanto ciudadano, sino en cuanto creyente?