Vivimos en un verdadero culto a la velocidad. La tecnología ha llegado a resolver la lentitud y con ella, recibimos en simultáneo, conocimiento a raudales, sin filtro y con máxima rapidez. En pocos años hemos visto cómo todo se vuelve inmediato, y en este contexto, rendimos lo mejor que podemos. Pero cuando hablamos de creación, contemplación u oración hablamos de tiempo; de un tiempo asociado al silencio, a la búsqueda, al asombro.
Unos años atrás, en medio de la plaza de Castelgandolfo, en Italia, el Papa Benedicto XVI, ante una multitudinaria audiencia, se refirió al sutil vínculo entre arte y oración, convocando a los católicos a descubrir el camino de relación viva con las artes, no solo como una instancia de enriquecimiento cultural, que también lo es, sino como un momento de gracia que nos detiene, en la vorágine del tiempo, a contemplar y escuchar.
Así, arte y fe, unidas por muchos siglos e inherentes a la condición humana, se constituyen como alimento, ya no de la razón, sino del alma. Como testigos de la historia han dado cuenta de manera silenciosa de hitos y creencias universales imborrables, y se han influenciado una a la otra siendo ambas reflejo de cada tiempo, de la evolución del ser y de sus circunstancias.
Descubrir el camino de relación viva con las artes (…) como un momento de gracia.
Es fácil asociar el arte con lo sagrado porque en la antigüedad, y hasta el siglo XIX, las religiones consideraron la belleza como una expresión de lo sublime. Cultores de la música, la arquitectura, la poesía, las letras, la pintura y la escultura, acogidos por la Iglesia, dedicaron esfuerzo y vida al intento de hacer tangible el misterio de la divinidad.
Fueron siglos en que la religión y las llamadas Bellas Artes transitaron un camino en busca de trascendencia dejándonos obras que hasta hoy nos llenan de inspiración. Tiempos en que era importante estudiar pero también orar y crear, en que el ser humano sintió necesidad de dar lo mejor de sí para honrar las grandezas de lo divino. Formarse para ello era un privilegio.
El arte, como la oración, es un espacio de conexión en un tiempo sin tiempo, en el que se siente regocijo pleno de los sentidos en comunión con el alma y en conexión con lo sutil. “El arte es capaz de expresar y hacer visible la necesidad de ir más allá de lo que se ve manifiesta la sed y la búsqueda de infinito. (Benedicto XVI, 31 de agosto de 2011)
En este sentido, Benedicto XVI nos pone nuevamente de frente a la belleza como un acto contemplativo, reflexivo “…el paso de la simple realidad exterior a la realidad más profunda…” y con esto, confiere a las artes la capacidad de ser un espejo que nos refleja un profundo anhelo de perfección.
Artistas de todos los tiempos se empeñaron en expresar en palabras, música e imágenes cada uno de los pasajes narrados en los textos sagrados, legándonos magníficas e imperecederas obras de inspiración cristiana, que cientos de años después nos permiten sentir el aroma de la belleza en su dimensión más perfecta “dando cuerpo a la esencia secreta de las cosas”, como diría el filósofo griego Aristóteles. Templos, escritos y sobrecogedores cantos son aún el relato vivo de un tiempo en que las artes estuvieron en el corazón mismo de quehacer sacro.
Las llamadas Bellas Artes transitaron un camino en busca de trascendencia dejándonos obras que hasta hoy nos llenan de inspiración.
En la Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, el Papa Francisco nos habla de la importancia de este legado como “…expresión de verdadera belleza que puede ser reconocida como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús…”, alentando con esto a la Iglesia de nuestros días a incorporar las artes en la labor evangelizadora, en la vastedad de sus múltiples expresiones actuales, porque las artes pueden transmitir fe en lo que él llama un nuevo «lenguaje parabólico»…”.
¿Qué espacio le doy al silencio, la reflexión y a la oración en mi vida? ¿Logro ver en el arte una fuente inspiradora en mi camino de búsqueda de Dios?