Camino por las calles de una ciudad que no conozco. Me cruzo con extraños, que a veces sonríen, o bien pasan raudos a mi lado. Algunos aprovechan el día soleado de invierno para pasear con sus hijos pequeños. Todo parece ocurrir sin notar mi presencia. Me siento sola mientras camino buscando una iglesia para asistir a la misa dominical. Llego a una pequeña, en el barrio universitario. Entro. El aire parece cambiar. La gente se ve alegre y conversa entre sí animadamente. Un muchacho con discapacidad participa de la conversación a través de un sintetizador de voz. Comienza el servicio, el cual transcurre con normalidad.
Por sobre todo, la migración es cosa de personas, que sufren, que arriesgan, que buscan, que sueñan, que tienen fe en un futuro mejor.
La presencia de Cristo me hace sentir en casa. Al término, el sacerdote pregunta en voz alta si se encuentran presentes personas que no pertenecen a la comunidad o que se estén integrando a ella. Se para un matrimonio mayor, explicando que están visitando a su hijo universitario. Luego, poco a poco, se levantan otros. Una familia migrante, que busca nuevos horizontes y se ha radicado en el barrio. Estudiantes que han venido de lejos a completar su formación profesional. Me siento interpretada con el relato de sus experiencias, pero me inhibo y no soy capaz de darme a conocer. A la salida, me sorprende el acogimiento hacia quienes se identificaron. Los parroquianos los rodean. Los invitan a compartir un café. Les ofrecen apoyo y ayuda, de necesitarla. El solo hecho de presenciar esta acogida me hace sentir mejor, más acompañada por esta gente que sabe ponerse en el lugar del extraño que llegó a sus tierras.
La migración es una realidad muy vigente hoy en día, impulsada por diversas crisis políticas, religiosas y económicas. Es un desafío para el que migra, ante la incerteza de lo que encontrará en las nuevas tierras. También lo es para los países que los reciben, que deben poner en la balanza una necesaria regulación del ingreso, con una apertura a ayudar ante la crisis humanitaria subyacente. Pero por sobre todo, la migración es cosa de personas, que sufren, que arriesgan, que buscan, que sueñan, que tienen fe en un futuro mejor.
¿Cuál es nuestra respuesta, como católicos, frente al tema de los migrantes que de diversas regiones del planeta han llegado a nuestro país?
Desde la perspectiva de la religión, la presencia de extranjeros en una comunidad no es un tema nuevo. Ya la Biblia lo aborda en distintos puntos, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. “Mostrad, pues, amor al extranjero, porque vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto” (Deuteronomio 10:19) o “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recibisteis” (Mt 25:35) son ejemplos claros del llamado de Dios a acoger al migrante con caridad y respeto. La palabra de la Iglesia aborda esta materia en diversos documentos, como la Instrucción de S.S. Juan Pablo II “Erga Migrantes Caritas Christi (La caridad de Cristo hacia los emigrantes)” del año 2004. El Papa Francisco ha efectuado diversos llamados a la comunidad católica a acoger a la persona que migra, a ayudarla en su proceso de instalación e inculturación.
¿Cuál es nuestra respuesta, como católicos, frente al tema de los migrantes que de diversas regiones del planeta han llegado a nuestro país? ¿Lo miramos a la distancia, esperando que otros se hagan cargo y actúen? ¿Segregamos por motivos étnicos o culturales a quienes se integran a nuestra comunidad? ¿Recibimos de corazón al forastero? Más allá de una mirada humana y socialmente consecuente, no debemos olvidar nuestra obligación como cristianos de tenerlo a Él como modelo, de traslucir Su rostro a aquel que está solo y sufre la lejanía de su patria, el distanciamiento de su familia y seres queridos.