Volver a mirar lo que representa para la tradición cristiana el sacramento de la Reconciliación, o Confesión como es llamado por muchos es importante porque observando su historia, podemos contemplar la manera en que los católicos comprendemos la relación entre el amor y la justicia.
Muchas personas piensan que el amor y la justicia son realidades opuestas; el amor tendría que ver entonces con las emociones y estaría más allá de la razón, mientras que la justicia ha sido vista muchas veces como la aplicación mecánica de normas que son impermeables a los afectos y a las motivaciones singulares de quien actúa. Pareciera que el amor y la justicia no se tocan, y que solo es posible decantarse por uno de ellos.
En cada una de las relaciones importantes de nuestra vida experimentamos el desafío de conjugar el amor incondicional y la necesaria reciprocidad que requiere un auténtico encuentro entre personas.
Sin embargo, creo que una mirada más profunda de la experiencia humana nos lleva a comprender que hay profundos vínculos entre el amor y la justicia, y que en cada una de las relaciones importantes de nuestra vida experimentamos el desafío de conjugar el amor incondicional y la necesaria reciprocidad que requiere un auténtico encuentro entre personas. Si observamos nuestras relaciones familiares, de amistad, laborales y, en general, todas aquellas que son significativas en nuestra vida, podemos constatar que estas relaciones sólo son posibles y duraderas cuando, por una parte, lo que ofrecemos tiene, como contrapartida, signos de reconocimiento, de crecimiento, de maduración. Pero, al mismo tiempo, es vital que podamos en el espacio del encuentro, sentir que nos donamos libre y gratuitamente, sin cálculos ni medidas, sino simplemente por el gozo de compartir una historia común.
Nos necesitamos unos a otros para que nuestras vidas tengan sentido, nos necesitamos no solo en la intimidad del hogar, sino también en nuestros lugares de trabajo, de diversión, y en las calles de nuestra ciudad.
También con el Señor vivimos una relación dinámica, que crece y avanza con nuestras vivencias, con nuestros dolores y alegrías, con nuestras debilidades y fortalezas. Nada está al margen de nuestra relación con Dios, ni nuestras emociones, ni nuestros secretos vergonzosos, ni nuestros sueños y aspiraciones, ni nuestra historia personal y familiar. Cada una de estas realidades puede ser iluminada, comprendida y, en resumen, salvada, si respondemos al llamado de Cristo, y compartimos su andar.
La confesión no es “un momento”, sino un camino, un proceso de reparación que comienza en lo más secreto de nuestro corazón para proyectarse a toda la realidad.
Para nosotros, los cristianos, uno de los espacios más valiosos de crecimiento espiritual es el sacramento de la Reconciliación, que nos hace entrar en el misterio de la relación entre el amor y la justicia, nos invita a mirar de frente a Dios misericordioso que nos sondea, nos vuelve a crear desde su perdón, restaura lo que se había roto, y nos impulsa a ir al encuentro de nuestros semejantes y de la creación entera, para restaurar las heridas que van quedando en el camino. La confesión no es “un momento”, sino un camino, un proceso de reparación que comienza en lo más secreto de nuestro corazón para proyectarse a toda la realidad.
Históricamente ha habido diversas modalidades de este sacramento, en los primeros siglos del cristianismo era común un tipo de Reconciliación “Comunitaria”, cultivada especialmente por las comunidades monacales, en que grupalmente se reconocían las propias faltas y se celebraba litúrgicamente el perdón recibido. Con el pasar de los años fuimos perdiendo algunas de estas prácticas, aunque un tipo de Confesión comunitaria es la que realizamos en cada Eucaristía al pedir juntos perdón por nuestras faltas y rezar el “Yo confieso”.
Aprovechemos la Reconciliación para reflexionar individual y colectivamente en la necesidad que tenemos de que el amor y la justicia se toquen en nuestras vidas, para que podamos perdonar las heridas que van quedando en nuestras relaciones y, especialmente, para que podamos recrearlas y ponerlas al servicio de la paz.