Hablar de diálogo hoy es entrar en un camino diferente al que vemos en nuestro día a día. Nuestras experiencias cotidianas hablan de necesidades individuales, de estrés, de falta de tiempo y, muchas veces, de formas de tratarnos que nos dañan y dañan a quienes nos rodean. Este modelo de vida contrasta con el mensaje de Jesús y de su Evangelio, que en muchos momentos nos muestra esa búsqueda del encuentro cariñoso con el otro, salir del camino, detenernos.
Si queremos dialogar realmente, no resulta intentarlo apurados, buscando resultados inmediatos.
Atrevernos a romper esa dinámica para dialogar nos invita a otra mirada. El Papa Francisco, en su encíclica Fratelli tutti (Hermanos todos) nos propone este camino: “Acercarse, expresarse, escucharse, mirarse, conocerse, tratar de comprenderse, buscar puntos de contacto, todo eso se resume en el verbo ‘dialogar’” (FT, 198). Necesitamos sentarnos con la otra persona, buscar tiempo en común, para lograr un encuentro auténticamente humano y, por lo tanto, auténticamente cristiano. Aquí nos encontramos con la primera dificultad o, quizá, la primera tarea para construir el diálogo: encontrar tiempo, darle prioridad en nuestras atestadas agendas, llenas de obligaciones urgentes. Si queremos dialogar realmente, no resulta intentarlo apurados, buscando resultados inmediatos. Necesitamos realmente “estar” dialogando, a veces sin esos resultados concretos que tanto nos apuran, y sostener ese diálogo todo lo posible.
En este desafío también es clave salir de la “burbuja” que nos crea el algoritmo, las redes, los círculos de los que nos rodeamos, donde resuenan las ideas similares a las nuestras y parece que las otras fueran “el enemigo” y una amenaza a lo que pensamos y creemos. Por eso, para dialogar es fundamental abrir nuestras seguridades, con generosidad, valentía y humildad, y darnos la oportunidad de escuchar para comprender, y tener la disposición a que nuestras certezas se transformen. Y esto, apoyados por la certeza que nos da el mismo Jesús de que él se hace presente en estos espacios y de que no estamos solos en este desafío: “Les aseguro que si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la Tierra para pedir cualquier cosa en oración, mi Padre que está en el Cielo se lo dará. Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mateo 18,19-20).
Para lograr esta forma de escucha activa, que no se centra en cómo responder, ni en juzgar al otro, sino en entender realmente lo que dice y desde el lugar y experiencia en que lo dice, abierta al cambio, necesitamos construir espacios seguros. Espacios donde podamos sacarnos las etiquetas, los roles, donde podamos arriesgarnos a dudar, a encontrar un punto válido en el otro que piensa diferente, sin riesgo de ser descalificado o tachado de débil. Implica cambiar la lógica del debate, en que buscamos “ganar” debilitando el argumento del otro, por una de real diálogo, en que buscamos nuestras fortalezas mutuas para generar un real encuentro, aun cuando no estamos de acuerdo.
Para dialogar es fundamental abrir nuestras seguridades, con generosidad, valentía y humildad, y darnos la oportunidad de escuchar para comprender, y tener la disposición a que nuestras certezas se transformen
Construir una auténtica comunidad que dialoga, se escucha y construye junta desde la esperanza es asumir la responsabilidad desde el lugar en que estamos y desde el rol que tenemos y en los entornos en que nos encontramos con otros, en la familia, en la oficina, en la escuela o la universidad, en los espacios de trabajo y de amistad y, por supuesto, como parte de la comunidad de la Iglesia. Y ahí aportar a que todas y todos podamos sentirnos parte de una comunidad que no solo “acepta” la diversidad de experiencias y las diferencias, sino que las valora y se abre a aprender de ellas, con la posibilidad de escuchar y ser escuchados para construir juntos un mundo mejor, aun cuando no estemos de acuerdo, teniendo presente que la apertura al pensar diferente nos enriquece; como dice San Agustín: “En lo esencial, unidad; en lo dudoso, libertad; y en todo, caridad”.
¿Qué puedo hacer yo para construir ese espacio de encuentro y de diálogo seguro y transformador en los diferentes espacios en que habito día a día? ¿Cuál es mi aporte como estudiante, como jefe, como padre o madre, político, como religiosa o sacerdote, como amiga(o)? ¿Qué necesito cambiar de cómo he hecho las cosas hasta ahora? ¿Qué diálogo (o diálogos) necesito propiciar?