Desde tiempos antiguos, la peregrinación ha sido una expresión profunda de la búsqueda de Dios. Aunque en el mundo contemporáneo el significado de peregrinar se ha ampliado a otras motivaciones, algunas espirituales y otras no tanto, la búsqueda permanece como condición antropológica que encuentra en este acto una forma primordial. En nuestro catolicismo popular, escasamente afectado por los procesos de secularización institucional, peregrinar sigue siendo una manifestación vital de vinculación con lo sagrado, pero también con la familia y las comunidades de fe. Se trata de una cultura peregrina, que se expresa en fiestas que atraen a cientos de miles de fieles cada año, muchos de los cuales asisten sin falta, y han logrado transmitir esta tradición a sus hijos y nietos.
La peregrinación es así gratitud, y al mismo tiempo ofrenda. Su vitalidad nos recuerda la inconmensurabilidad del amor de Dios, que nos entrega a su hijo para mostrarnos el camino.
Jesús dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Juan 14,6), por lo que los cristianos siempre estamos llamados a acompañar a Jesús en el camino, en su peregrinación hacia el Reino. En este tiempo jubilar, caminar al santuario con otros peregrinos y con nuestros seres queridos cobra un significado especial: peregrinamos por gratitud frente a lo sobreabundante de nuestra existencia en Cristo y la Virgen, y para renovar la alianza con Dios, que se expresa en nuestros vínculos con los demás. El Jubileo es así una invitación a salir de nuestra comodidad para encontrarnos con lo más profundo de la condición humana, la gratitud. La alegría del sacrificio sólo se revela en la llegada al santuario, en el encuentro con la Virgen, el Santo o Cristo, que le da sentido al mundo que nos cobija y nos llama a la humildad.
Frente a esto, el evangelio de hoy nos invita a salir al encuentro del otro como es. Jesús, al encarnarse, se solidarizó con todas las personas y se identificó especialmente con los pobres que sufren hasta la actualidad. También, con aquel que se hace prójimo del caído, y ejerce la misericordia, como refiere la parábola del Buen Samaritano. Porque si amamos sólo a aquellos que nos aman, ¿qué mérito tenemos? (cf. Lc 6,32).
El Jubileo es así una invitación a salir de nuestra comodidad para encontrarnos con lo más profundo de la condición humana, la gratitud.
Recordemos al Papa Francisco, quien antes de venir a Chile nos dijo en un videomensaje: “Voy hacia ustedes como peregrino de la alegría del Evangelio, para compartir con todos «la paz del Señor» y «confirmarlos en una misma esperanza»”. Y en la bula de convocación para el Jubileo de 2025 dijo: “Pienso en todos los peregrinos de esperanza que llegarán a Roma para vivir el Año Santo y en cuántos, no pudiendo venir a la ciudad de los apóstoles Pedro y Pablo, lo celebrarán en las Iglesias particulares. Que pueda ser para todos un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, «puerta» de salvación (cf. Jn 10,7-9); con Él, a quien la Iglesia tiene la misión de anunciar siempre, en todas partes y a todos como «nuestra esperanza» (1 Tm 1,1)”.
La peregrinación es así gratitud, y al mismo tiempo ofrenda. Su vitalidad nos recuerda la inconmensurabilidad del amor de Dios, que nos entrega a su hijo para mostrarnos el camino, y que nos permite la libertad de la entrega generosa, de tiempo y esfuerzo. También es una oportunidad de dar testimonio de la travesía permanente de la piedad católica, expresada en un camino y un destino llenos de significado y esperanza.
¿Cuál es el destino de nuestra existencia y cómo podemos llenar de significado el camino que nos conduce a Él? ¿Es la esperanza un elemento que permea mi peregrinar en esta tierra? ¿Qué busco ofrecerle a Dios en este año de la esperanza?