Al igual que toda Latinoamérica, somos territorio mariano. De norte a sur, y bajo sus distintas advocaciones, “María anda por nuestros poblados, calles, plazas, casas, hospitales” (Francisco, Homilía en Iquique). La Reina, la Madre, la Patrona de Chile, la Santa María del Monte Carmelo nos visita en estas festividades, para renovarnos en la esperanza, confirmarnos en la fortaleza y celebrar junto a nosotros la vida plena en la fe.
Es imposible no pensar en la necesidad de este renacer personal y colectivo de nuestra nación, cuando la mirada hacia María la elevamos desde la inmensidad de la aflicción y del dolor que han supuesto para las familias chilenas estos tiempos de crisis social y de pandemia. Hemos sido afectados por dilemas internos y una epidemia que han golpeado fuertemente nuestros cuerpos y nuestras mentes. También nuestras relaciones, modos de subsistencia y solidaridades dentro del país.
Durante hace ya más de un año nos hemos visto enfrentados a la falta de trabajo y a una mayor pobreza. En salud, a tener que soltar la mano de nuestros seres queridos en las antesalas de los hospitales, en medio de la incertidumbre y de la fragilidad que supone una separación que se teme que pueda tal vez significar una despedida definitiva. Miles de abuelos, madres, padres, hijas e hijos han muerto en la soledad de los suyos.
De norte a sur, y bajo sus distintas advocaciones, “María anda por nuestros poblados, calles, plazas, casas, hospitales”
No podemos caminar hacia el interior de estas traumáticas experiencias de carencia y desolación, sin una mano tierna y protectora que nos consuele, nos reconforte y nos ayude a levantarnos. A lo largo de la vida, y, en especial, en instantes de hondo dolor y desamparo, el refugio de la Madre se nos vuelve a los seres humanos insustituible.
Desde los albores de nuestra evangelización, los chilenos le hemos confiado nuestra protección a la Virgen María. Nuestra devoción a la Madre es a la mujer sencilla de Nazareth, que con su Sí salva a la humanidad (cf. Lc.1, 26-38). Esta veneración brota desde el reconocimiento de su propia humildad y disposición hacia los demás, y, muy particularmente, de su fortaleza, elemento central en una tierra cuya naturaleza acostumbra a poner a prueba a su pueblo.
En tiempos que reclaman entereza, la experiencia de María en nuestras vidas se hace tangible tanto desde el amparo como desde el ejemplo.
En tiempos que reclaman entereza, la experiencia de María en nuestras vidas se hace tangible tanto desde el amparo como desde el ejemplo. Desde el amparo, es la Madre que está siempre intercediendo ante el Padre por nosotros; es la mujer atenta a las necesidades de los más “humildes” y de los “hambrientos”, a quienes sabe que Dios engrandece y colma con su bondad (cf. Lc 1,52-53). Es “la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas”. (EG 296).
Desde el ejemplo, María es, a su vez, “la mujer de fe, que vive y camina en la fe” (EG 287). “Es la mujer que sabe (…) custodiar en su corazón el paso de Dios en la vida de su Pueblo” (Francisco, Vaticano, 1 de enero 2017). Es la Madre que acompaña a su Hijo camino a la cruz y se mantiene de pie en el Gólgota: “Junto a la cruz de Jesús estaba su madre…” (cf. Jn 19, 25). Es esa mixtura de silencio, fortaleza y entrega de la que tan bien da cuenta la actriz rumana Maia Morgenstern, a lo largo de la película “La Pasión de Cristo”. Es la imagen de la Madre que antes de ser Señora nuestra, es señora de sí misma” (Oración Señora del Silencio, I. Larrañaga).
Pongámonos confiados delante de nuestra Madre, y preguntémonos: ¿Qué dolores personales y de nuestro país quiero poner a su pies, y solicitarle su acogida y consuelo?¿Qué ejemplo ella me entrega para enfrentar las dificultades de estos momentos? ¿Qué quiero dejar descansar en sus manos amorosas de Madre?
Oremos con Francisco, para “Que la Virgen del Carmen (nos) cubra con su manto” (Discurso en la Catedral de Santiago).